Amaia Fano-El Correo
Desde que Pedro Sánchez anunciara que iba a tomarse un fin de semana largo para decidir si está dispuesto a seguir gobernando o no a los españoles, son legión los ministros y tertulianos de cabecera, compañeros de partido, acólitos, fans, ‘groupies’ y seguidores varios del presidente y ‘amado líder’ socialista que han empezado a entonar algo parecido a la sevillana de Los del Río, pidiéndole que «no se vaya todavía; que no se vaya, por favor». Que resista, por él y por todos nosotros. Una ola de épica adhesión inquebrantable a su persona, elevada a la categoría de imprescindible, que atribuye este momento suyo de flaqueza a una cuestión más sentimental que estratégica.
Otros apuntan más bien a un golpe de efecto, al estilo trumpista. Un nuevo intento deliberado de polarizar políticamente a la sociedad y enfrentar a los españoles bajo la consigna del amigo/enemigo (o conmigo o contra mí; o yo, o el caos) mediante el que Sánchez buscaría victimizarse en base a un supuesto caso de lawfare, para conseguir una reagrupación de fuerzas y de respaldo popular en un momento de debilidad política, sin Presupuestos Generales aprobados y a quince días de unas elecciones decisivas para la continuidad de su legislatura, siendo el prólogo propiciatorio a una cuestión de confianza que le permita blindar el apoyo de Junts ante lo que pueda pasar tras las elecciones catalanas.
Pero, tras escuchar al líder de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, volver a referirse a las maletas de Delcy Rodríguez entrando por Barajas y a nada que se tome uno la molestia de unir ciertas piezas del puzle, como la coincidencia temporal de «la espantada» del presidente con la reapertura del ‘caso Pegasus’, sobre el espionaje de su teléfono móvil y el de varios de sus ministros (el de Interior, Defensa y Agricultura), a requerimiento de las autoridades francesas, y sus posibles derivadas en relación a la extraña política exterior desarrollada por su gobierno respecto a Marruecos en esas materias, la hipótesis de que éste tenga decidido ya dimitir, adelantándose a la publicación de nueva información de calado que pudiera precipitar su caída, más allá de la judicialización del supuesto tráfico de influencias por el que se pretende investigar a su mujer, cobra fuerza.
La pregunta es por qué no lo ha hecho ya, sin esperar hasta el lunes, abriendo este inédito ‘impasse’ gubernamental, con una decisión en clave populista que vuelve a hacer colisionar las dos Españas, irracionalmente enfrentadas, más por idolatría que por ideología.
El problema de la idolatría política es que anula el sentido crítico. En lugar de mandatarios, queremos ídolos y el culto a estos llega a ser tan cegador que a menudo nos impide contemplar que muchos tienen los pies de barro.
Los políticos no son dioses ni profetas ni santos, sino servidores públicos de quita y pon. No es de recibo una sociedad que prefiera permanecer ciega y no saber si lo que hacen sus dirigentes está bien o está mal, en función de aquello que dicen combatir. Cuidado con las adhesiones inquebrantables que ofrecen patente de corso.