· Veinticinco años más tarde, y aunque los hechos lo han desbordado, el Pacto de Ajuria Enea puede aún servir de referente para finiquitar esta trágica historia.
Ayer, sábado, se cumplieron veinticinco años de la firma del Acuerdo de Ajuria Enea, que fue, durante años, el referente en la lucha contra el terrorismo de ETA. De él dijeron los medios, cuando se firmó, que era «un pacto sin precedentes desde la aprobación del Estatuto de Autonomía» (EL CORREO) y que constituía «el punto de arranque de una nueva época» (El Diario Vasco). La razón de tan elogiosa recepción estaba en que, por primera vez desde la instauración del autogobierno, los partidos democráticos, sin distinción, sobre todo, entre nacionalistas y constitucionalistas, se ponían de acuerdo tanto sobre la auténtica naturaleza del terrorismo de ETA como sobre la posición ética y política que frente a él debía mantenerse. Toda una novedad, ésta de la unidad, largamente demandada por una ciudadanía desorientada e irritada.
Si pudiera atribuirse a un solo motivo el surgimiento de tal unanimidad, cabría decir que éste se halla en la ruptura que el pacto establece entre conflicto político y violencia. Gracias a esa ruptura, la violencia no podrá ya reivindicarse como el reflejo de «un conflicto político irresuelto» –cualquiera que sea la definición que de éste haga cada cual–, sino que habrá de ser considerada «la expresión más dramática de la intolerancia» y «el máximo desprecio de la voluntad popular». La forma más extrema, en suma, del totalitarismo. Quedaba, por tanto, fuera de lugar cualquier pretensión que los terroristas pudieran albergar en orden a «negociar problemas políticos» en nombre del pueblo vasco, pues tal negociación sólo podrá «producirse entre los representantes legítimos de la voluntad popular». La cosa iba de democracia y no de reivindicaciones insatisfechas del nacionalismo. Esta era la idea fundamental del acuerdo.
Con todo, del Pacto de Ajuria Enea, y en razón, sobre todo, de la utilización que de él han hecho los partidos, ha quedado en la mente de un sector de la opinión pública la idea de un modelo de superación del terrorismo que se resume en la expresión «final dialogado». No puede negarse que tal modelo se encontraba de algún modo implícito en su apartado 10. De hecho, éste se redactó con la intención de dar cobertura política al diálogo que desembocaría en las llamadas Conversaciones de Argel y ha servido en adelante para justificar los demás que se han dado entre el Gobierno y ETA, desde el mantenido en 1999 a raíz de la Declaración de Lizarra hasta el más reciente de 2006. Sin embargo, quienquiera que relea el texto del acuerdo, con el desapego que propicia la distancia temporal, podrá darse cuenta de que el llamado «final dialogado» no era el modelo de solución que el pacto a toda costa perseguía, sino que sólo constituía la respuesta a una hipótesis ante cuya eventual verificación los partidos adoptaban una postura de apoyo, por cierto muy condicionado y acotado.
El Acuerdo de Ajuria Enea no fue, en efecto, un manual de medidas concretas para resolver el problema del terrorismo, sino, como se ha dicho, una toma de postura ética y política frente a él, que se basaba en un diagnóstico certero de su verdadera naturaleza como fenómeno totalitario. Pero, si un objetivo concreto persiguió el pacto, y un modelo propio quiso aplicar, éste fue, no el final dialogado, sino el «desistimiento» de los terroristas y de quienes les daban cobertura política. Tanto en el preámbulo, de manera genérica, como, más expresamente, en los apartados 7, 8 y 9, el acuerdo reitera, hasta por tres veces, un «llamamiento» a la renuncia de la violencia y a la incorporación de quienes la ejercen o legitiman a las instituciones democráticas. El Acuerdo de Ajuria Enea tenía en mente y deseaba para ETA militar el mismo final que en su día habían adoptado los miembros de la rama político-militar, quienes, como se dice en el preámbulo, «supieron apreciar la novedad de la situación creada a raíz de su aprobación (a saber, del Estatuto), abandonaron la actividad violenta y decidieron su incorporación a la actividad política». Supuesto un desistimiento similar, los partidos se declaraban dispuestos a apoyar «las vías de reinserción para aquellas personas que decidan o hayan decidido abandonar la violencia» con el fin de «defender sus ideas por cauces democráticos».
Los hechos han demostrado el ingenuo voluntarismo que se ocultaba en estos planteamientos. Todos los esfuerzos por alcanzar un «final dialogado» han acabado en fracaso. Estaba que así fuera en la misma naturaleza totalitaria del terrorismo. Quedaba el desistimiento. Y desistimiento ha habido. Pero se ha producido, no por la vía del convencimiento espontáneo, como habría deseado el Pacto de Ajuria Enea, sino por la presión que sobre los terroristas y sus apoyos han ejercido la aplicación de todos los medios que a su disposición tiene el Estado de Derecho y la cada vez más explícita repulsa de la opinión popular. Se ha tratado, en definitiva, de un desistimiento forzado, al que le ha faltado, por tanto, el reconocimiento del error cometido y del sufrimiento injustamente causado.
Ahora, veinticinco años más tarde, nos encontramos con que las cosas han cambiado de manera radical. Con un final del terrorismo unilateral, y no dialogado o pactado, y un desistimiento forzado, en vez de voluntario o espontáneo, la visión que se había hecho el Pacto de Ajuria Enea sobre el fin de la violencia queda seriamente tocada. ETA, en vez de prestar oídos al llamamiento de los partidos, se empecinó en seguir acumulando sufrimiento injusto e inútil. Los partidos democráticos volvieron a sumirse en la desunión, movido cada uno por su visión o por su interés particular. Las víctimas han tomado conciencia de la iniquidad sufrida y de la reparación que aún se les debe. La Justicia se ha hecho más militante en la exclusión de cualquier atisbo de impunidad. Y la opinión pública ha desplazado su disposición a la generosidad y hasta al olvido, sustituyéndola por una actitud decididamente justiciera.
Sin embargo, dos hechos persisten que no pueden negarse. De un lado, por un motivo u otro, ETA ha declarado el cese definitivo de la violencia. De otro, la sociedad vasca sigue echando de menos una convivencia normalizada basada en la memoria y la justicia. Los partidos, sea cual fuere su procedencia, deben tomar ambos hechos en consideración y encontrar las fórmulas más adecuadas para armonizarlos. En esto, el Acuerdo de Ajuria Enea tiene aún algo que decir y debería servir de referente. Tanto en razón de sus contenidos de fondo, que mantienen vocación de permanencia, como por la metodología que se empleó para alcanzarlo. Porque todavía está por escribir el final de esta trágica historia y habrá de evitarse a toda costa que quede falseada de manera por así decirlo retroactiva.
JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA, EL CORREO 13/01/13