EL MUNDO 20/07/15 – EDITORIAL
· Artur Mas se lanzó ayer al precipicio de la campaña para las elecciones catalanas del 27-S, que representarán el desafío institucional más importante al que se ha enfrentado el orden constitucional español. Lo hizo reforzando las señas de identidad por las que será recordado cuando el curso de los acontecimientos lo ponga en su sitio, terminando de arrastrar hacia un discurso sectario, ramplón y populista a la formación política tradicionalmente vertebradora de la burguesía moderada y educada de Cataluña: Convergència Democràtica, que ha resultado ser un gigante sostenido sobre los pies de barro de la hipocresía y la corrupción. La huida hacia ninguna parte en la que se ha embarcado el partido levantado por Jordi Pujol se explica en la debilidad provocada por el descubrimiento de la farsa vergonzante mantenida durante más de tres décadas por el padre fundador. Y también en la necesidad de desviar la atención sobre su financiación ilegal o sobre los sobornos de la operación Pretoria.
Ése sería su problema si Mas no se hubiese empeñado en convertir a los catalanes en los principales perjudicados de ese plan irresponsable en el que él persigue de forma egoísta su propia supervivencia política sin importarle cuáles sean las consecuencias para los ciudadanos. Así lo demostró ayer durante su alocución tras el Consejo Nacional de Convergència, en la que realizó una burda simplificación de la sociedad catalana entre buenos y malos: los primeros serían, claro está, los electores que apoyen la lista unitaria soberanista el 27-S, quienes se subirán al «tren del sí a la independencia»; todos los demás serán «contados» como un «no» que dejará Cataluña en «vía muerta». La división plebiscitaria está trazada.Un presidente que alienta la fractura social del pueblo que gobierna es un peligro público. Sólo a un caradura como Mas se le ocurriría decir que, «si la gente quiere, Cataluña se convertirá en un estado independiente dentro de la UE». Él sabe que es mentira.
Mas es consciente de que ha abandonado la gestión de los intereses más directos de los catalanes para concentrar sus esfuerzos en el sueño imposible de la independencia. Esa dejadez de funciones ha abierto una brecha por la que se han colado Podemos e ICV, que han conseguido trasladar en parte el eje del debate público del secesionismo a la cuestión social, circunstancia que pone en riesgo la polarización que conviene a Convergència y que puede arrancarle muchos de los votos que esperaba sumar con la adición de ERC y las CUP. Con absoluto cinismo, el president se apropió de argumentos maniqueos para defender que, si no hay independencia, Cataluña «ni siquiera podrá hacer un decreto contra la pobreza energética».
Enfrente, empieza a oírse la voz sensata de sus ex socios de Unió para erigirse como alternativa de nacionalismo moderado al «callejón sin salida». Aciertan porque, históricamente, el diálogo inclusivo siempre ha encontrado un sitio importante en el mapa político de Cataluña. Es tiempo de que los partidos nacionales pongan en marcha una acción política convincente y sin exclusiones que conciencie a los catalanes de las consecuencias frustrantes a las que les está conduciendo su presidente, y que al mismo tiempo despierte afecto por el proyecto nacional de España. La receta para hacer frente a este enorme desafío se completaría con una necesaria firmeza de todas las instituciones del Estado.
EL MUNDO 20/07/15 – EDITORIAL