IGNACIO CAMACHO-ABC
- Lo único que puede salvar a Sánchez de la definitiva debacle es que la derecha dude de sus propias posibilidades
EL factor que ha cambiado o puede cambiar el marco de las elecciones de julio no es la decisión sorpresiva de Sánchez sino la victoria del PP en las municipales. Ha sido un rodillo tan apabullante (en términos de poder conquistado, no de porcentajes) que resulta inexplicable que ahora les tiemblen las piernas a los populares, dispuestos a tragarse la leyenda del estratega infalible pese a que en las últimas seis ocasiones no ha rascado ni un mísero empate: los suyos han palmado ante candidatos de toda clase, buenos, malos y regulares. Sin embargo, mientras el domingo por la noche la conclusión unánime era la de que la derecha tiene ganadas las generales, desde el lunes ha empezado a cundir una extraña desconfianza entre sus votantes, quizá asustados ellos también ante el mito del resistente indomable y sus jugadas audaces. El único factor que puede salvar al presidente de la definitiva debacle es que el adversario comience a dudar de sus propias posibilidades.
El PSOE no puede ganar sin Andalucía, donde vive un drama bajo la débil dirección de Juan Espadas, ni en el estado de shock que colapsa hoy por hoy su maquinaria orgánica. Si el líder ha apretado el botón electoral de este modo precipitado es porque a) quiere blindarse a sí mismo como candidato y b) no puede resistir seis meses con el Gobierno roto y abandonado por sus socios parlamentarios, que tras el revolcón lo consideran un chicharro. Ante esa doble amenaza ha recurrido al adelanto como fórmula para eludir un golpe de mano, pero el movimiento no basta para cambiar el estado de ánimo de un partido cabizbajo, deprimido y desmoralizado que acaba de sufrir un verdadero ERE de altos cargos. Creer que en estas condiciones hay margen para levantar el resultado entra de lleno en el territorio del pensamiento mágico. Si ocurre se trataría de algo sólo un poco menos improbable que un milagro. Excepto, claro, que el rival entre al trapo.
Y eso sí es posible, siempre que el electorado liberal y conservador experimente un inopinado ataque de miedo, dé por sentado el triunfo o caiga víctima de una mezcla de paranoia, pereza y recelo. Hay síntomas de ello: que si la desmovilización, que si la fecha, que si la reputación ventajista del presidente, que si las suspicacias sobre el voto por correo. Todos esos prejuicios tarugos que pueden conducir a un bloqueo autoinducido de las expectativas de vuelco. Existe una cierta derecha sociológica que se ve a un palmo de la meta y de repente siente una especie de desasosiego, de intimidación, de escepticismo, de acojonamiento. Se llama alergia al éxito, o quizá aprensión al esfuerzo, como si perder un domingo de verano le importase más que la fobia antisanchista que ha incubado durante cuatro años. Si esa gente se desentiende de su responsabilidad individual en el cambio, a ver cómo digiere luego la frustración de un eventual fracaso.