IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La reclamación de un estatus diferencial es el objetivo nacionalista desde que el modelo asimétrico se quebró en Andalucía

Algo sabemos los andaluces de modelo autonómico y de agravios comparativos. Porque fue en Andalucía donde se quebró el diseño territorial asimétrico que los nacionalismos identitarios habían pactado con un Suárez temeroso de despertar la reticencia de los militares. No necesito que me lo cuenten, lo viví en las calles. Sin aquel 28 de febrero de 1980, el posterior ingreso en la Unión Europea habría alumbrado una España de dos velocidades donde el Ebro serviría de frontera del alcance de los fueros políticos, económicos y fiscales. El denostado «café para todos» de Clavero no fue una ocurrencia deplorable, como repiten los particularistas periféricos y una cierta derecha unitaria, sino el arranque de algo parecido a la nación de ciudadanos iguales. Es verdad que la voracidad partidista lo acabó convirtiendo en un verdadero desparrame, pero también que ese diseño de distribución de recursos produjo un indiscutible avance en el desarrollo de regiones que de otro modo no habrían gozado de las mismas oportunidades que vascos y catalanes.

Desde entonces, la reclamación de un estatus diferencial ha sido el objetivo constante de la presión nacionalista, incrementada en los últimos años con desafíos institucionales al concepto de la soberanía. La secesión como amenaza y el independentismo como negocio con el que explotar el mercado negro de la política. El sentimiento de supremacía como base irracional de reivindicaciones basadas en la simple convicción de constituir sociedades distintas, es decir, superiores y merecedoras de discriminación positiva. Un conflicto permanente que ha devenido en abierto chantaje al Estado gracias a la connivencia de Sánchez con cualquier minoría dispuesta a apuntalarlo en el poder a cambio de franquicias ventajistas. Un estraperlo que convierte el discurso igualitario de la izquierda en pura cháchara vacía.

La apretada aritmética parlamentaria de esta legislatura ha abierto los primeros compases de otra subasta. Términos como plurinacionalidad, bilateralidad, confederalismo o «multinivel» –éste último es del PSOE, ojo– han vuelto al debate preliminar de una negociación cuya moneda es la estructura de España. Urkullu hasta se ha inventado un agente constituyente, la «convención constitucional», de inequívocas resonancias revolucionarias emparentadas con la izquierda latinoamericana. Se buscan fórmulas encubiertas para forzar los cerrojos de la Carta Magna y subvertir sus principios por la puerta falsa. Y si ese proyecto en ciernes va adelante sólo lo podrá impedir, dadas las circunstancias, otra rebelión cívica, como aquella andaluza, de las regiones marginadas, donde los partidos nacionales –que no nacionalistas– gozan de implantación ampliamente mayoritaria. Allí donde nadie quiere ser más que nadie pero tampoco resignarse a no pintar nada mientras se prepara un reparto de privilegios a sus espaldas.