JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 06/09/16
· Los padres de nuestra Constitución jugaron con conceptos tan peligrosos como nación, nacionalidad, autonomía, soberanía como niños con cartuchos de dinamita. A estas alturas, no hay español que no se crea acreedor de algún privilegio. Algo imposible, pues si todos somos privilegiados, lo que tendremos es una bronca continua. Yo no pido reformar la Constitución. Pido que se cumpla.
Aitor Esteban, portavoz del PNV en el Congreso, presumió en el último debate de ser la suya «la nación más antigua de Europa». ¿A qué tipo de nación se refería? ¿Al concepto antiguo de «un conjunto de individuos del mismo origen étnico, que habitan el mismo espacio geográfico y tienen una tradición común», como la define el diccionario? Es decir, una gran familia, con reminiscencias de clan o tribu. Porque, entonces, hay montones de naciones en Europa.
Incluso podrían alardear de ella los que pintaron los bisontes en la cueva de Altamira. Pero hay otro concepto moderno, dinámico de nación, que no mira al pasado sino al futuro. Es la nación de los hijos más que la de los padres, que Renan definió como «un plebiscito diario», Ortega como «un proyecto sugestivo de vida en común» y José Antonio como «unidad de destino en lo universal». ¿Con cuál de ellos se queda usted, sr. Esteban? ¿Con todos o con ninguno? Yo voy a facilitarle la respuesta: le acepto que Euskadi es una nación, sin entrar en detalles. Pero ¿es un Estado, «comunidad que tiene su propio gobierno», como lo define el Oxford Dictionary? ¿Lo fue en algún momento de su historia? ¿Tuvo algún rey, algún presidente de república? Me temo que tenga que contestarme que no, a no ser que me salga con Amaya o Jaun Zuría, porque le saco Diez apellidos vascos, por cierto, mucho más real y divertida.
Y, sin embargo, voy a dar la razón al sr. Esteban, aunque no sé si le alegrará. El País Vasco se hizo Estado, no en Navarra –reino por sí solo–, sino en Castilla. Sí, en Castilla, que «hizo España», según Ortega, aunque añadió «y la deshizo», pero eso no niega la mayor. Esa ancha zona de la Meseta que va desde la cordillera cantábrica hasta las márgenes del Duero, entre los reinos de León y Navarra, fue el lugar de expansión de los vascos, una vez cristianizados a partir del siglo VIII y regidos por condes osados y guerreros. El más famoso de ellos, Fernán González, la declaró independiente.
A partir de ahí, Castilla será no sólo el motor de la Reconquista sino también uno de los protagonistas más activos e ilustres de la Historia de España, no habiendo episodio importante en ella donde los vascos no estuvieran presentes, no importan las vicisitudes que el país atravesara ni el régimen que tuviera. Los vascos han interpretado siempre un papel importante en nuestro devenir, tanto dentro de la península como fuera. Recuerdo que, hablando en el bar de la ONU con unos colegas de países recién descolonizados, se quedaron boquiabiertos cuando les dije que en el Gobierno español había varios ministros vascos, entre ellos el de Asuntos Exteriores, y que nunca habían faltado en el gabinete.
Ellos creían que el País Vasco se hallaba en una situación parecida a la suya antes de descolonizarse. Si se les explicara los privilegios que goza hoy sobre el resto de las comunidades españolas, se extrañarían aún más. Recuerdo también cuando don Emilio González López, exilado, catedrático de Derecho Penal y uno de los redactores del estatuto gallego, me dejó boquiabierto con una teoría sobre el «hecho diferencial» que, según él, «se da en todas las regiones españolas menos en la vasca».
«Si te fijas bien –razonó– las virtudes y los defectos vascos, desde cantar en coro a la religiosidad, pasando por un machismo muy especial, corresponden a los defectos y virtudes españolas». Tuve que darle la razón al recordar que a los vascos se les ha llamado «los últimos iberos» y que se han encontrado similitudes entre su idioma y el ibero. Pío Baroja, vasco universal, lo resumió en una de sus frases categóricas: «Lo vasco es el alcaloide de lo español». La quintaesencia.
¿Cómo se explica, entonces, el independentismo vasco, su afán de separarse del resto de España, su furia incluso contra ella? Pues muy sencillo: porque los vascos-vascos, los que han protagonizado páginas gloriosas en la historia política, militar, económica y literaria española, se sintieron traicionados cuando España «dejó de ser ella misma» y siguió los pasos de Europa que iniciaba la Edad Moderna. Las Guerras Carlistas no fueron más que la expresión extrema de ese divorcio entre la España liberal y la tradicionalista. Sabino Arana es el más puro representante del vasco que rechaza una deriva que no considera suya, desde la separación de Iglesia y Estado al baile agarrado. «Preferimos vivir solos a mal acompañados», claman. Actitud, por cierto, muy española, confirmando la tesis de don Emilio.
Creíamos que todo eso, sobre todo las guerras, incluida la del 36, había quedado superado. Que la Constitución del 78 había enterrado definitivamente el conflicto fratricida entre las dos Españas. Que los vascos fueran los únicos españoles que no la ratificaron debió ser una llamada de alarma para nosotros, pero no hicimos caso en la euforia de haber pasado de un régimen totalitario a uno democrático sin derramamiento de sangre.
Pero esa euforia y aquellas prisas nos hicieron cometer errores graves. Puede que el más grave fuera no haber tenido en cuenta ese problema territorial. O, para ser más concretos, el no haber tenido en cuenta la diferencia entre Estado y Nación de que hablé al principio. En su artículo primero, España «se constituye en un Estado social y de derecho», residiendo «la soberanía nacional en el pueblo español». Para establecer en el artículo segundo «la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», al tiempo que «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran», lo que crea un peligroso equívoco entre Nación española (con mayúscula) del conjunto y nacionalidades (con minúscula) de las comunidades autónomas, así como entre «soberanía» (de la primera) y «autonomía» (de las segundas).
El estropicio se agravó al dar el título de Comunidades Históricas a tres de ellas, País Vasco, Cataluña y Galicia, como si las demás no tuvieran historia. Cuando en España quien tiene menos historia son milenios. Nada de extraño que todas ellas reclamasen de inmediato el mismo título y trato. A lo que han contestado las «históricas» pidiendo soberanía y autodeterminación. Si algo no aguanta un español es ser menos que los demás.
De aquellos polvos vienen estos lodos. Los padres de nuestra Constitución jugaron con conceptos tan peligrosos como nación, nacionalidad, autonomía, soberanía como niños con cartuchos de dinamita. A estas alturas, no hay español que no se crea acreedor de algún privilegio. Algo imposible, pues si todos somos privilegiados, lo que tendremos es una bronca continua.
Yo no pido reformar la Constitución. Pido que se cumpla. Para ello bastarían unas enmiendas constitucionales que aclaren esos conceptos a la luz del primer precepto democrático: «Todos los ciudadanos son iguales en derechos y en deberes». Mientras eso no esté claro, mientras no lo asumamos y practiquemos, España no será «la patria común de todos los españoles» y nosotros seguiremos sin ponernos de acuerdo sobre el gobierno, sobre las leyes, sobre España y sobre nosotros mismos. Tan simple como eso. Y tan difícil de alcanzar según estamos comprobando.
JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 06/09/16