Luis Ventoso-ABC
- Pavonearse ante un país doliente acredita una nula empatía
El martes 21 de julio se celebró un Consejo de Ministros en La Moncloa tras la cumbre insomne de los fondos comunitarios. Como en una de esas supuestas «fiestas sorpresa» de cumpleaños, en las que el homenajeado finge que no se lo esperaba, Sánchez fue recibido con una «inesperada» salva de aplausos por parte de sus ministros, que rendían sentido tributo a su gesta europea. Fue una patochada propagandística perfectamente preparada. Lo prueba el hecho de que la cámara ya está grabando cuando el líder llega al portón del edificio y después lo va siguiendo en su trayectoria y se regodea en filmar la bienvenida pelotillera de sus ministros. Alardes tan burdos de culto a la personalidad ya solo se encuentran en las satrapías (o en Producciones Redondo).
Ayer, siete días después, se celebró otro Consejo de Ministros, en la jornada en que se conocía que España ha sufrido la mayor destrucción de empleo de la serie histórica, que arranca en 1976. Un millón de españoles han perdido su trabajo. Devastador. Es cierto que la pandemia está disparando el paro en todos los países y que ningún Gobierno, por excelso que fuese, habría evitado un mazazo. Pero también es verdad que el énfasis de Sánchez en las medidas extremas, alardeando de «las más drásticas del mundo» y de su «hibernación de la economía», ha agudizado el descalabro.
Si se contraponen las dos imágenes, los aplausos del Gobierno a sí mismo y el tétrico dato de empleo, lo que emerge es la carencia de sensibilidad del Ejecutivo hacia el sufrimiento de los españoles de carne y hueso, a pesar de que su discurso esté ahíto de palabrería «social». «Sentido y sensibilidad», se llamaba aquel inolvidable novelón de Jane Austen. No hay mucha sensatez en la acción del Gobierno, incapaz siquiera de aprobar unos presupuestos tras dos años en el poder y que ha gestionado mal la lucha contra la pandemia. Pero tampoco hay sensibilidad. Las organizaciones se impregnan del carácter de sus líderes y toda la obra del Gobierno se ha ido imbuyendo del narcisismo desacomplejado del presidente. La principal meta, por encima de cualquier otra, es perdurar en el poder. De ahí la importancia de la propaganda, el énfasis extremo en vender un mensaje. En esa misión estorba el dolor de las familias que perdieron a los suyos en la epidemia, el estrés y la desesperación que se padeció en los hospitales, las colas del hambre, el drama de las familias que ven cercenados sus ingresos y el de los jóvenes que se topan con un mercado laboral cerrado. El líder providencial, que siempre acierta, no debe rozarse con las desgracias reales, pues podrían mancillar su prestigio y pasarle factura en las urnas. De ahí que Sánchez se limitase a alocuciones televisivas intrusivas, evitando una visita a una morgue o un hospital, dando la espalda al luto y al funeral de Estado y recibiendo aplausos lisonjeros mientras la picadora de empleo machacaba a los españoles. En este mix de «El Mundo Feliz» de Huxley y el «1984» de Orwell que nos han programado no cabe el sufrimiento.