Ignacio Varela-El Confidencial
- Que el Gobierno más radicalmente izquierdista de Europa pretenda ganar las elecciones pivotando únicamente sobre su presunto virtuosismo económico es una acrobacia poco verosímil
En un país cuya agenda de reformas estructurales permanece paralizada desde hace una década (sin esperanzas de reactivarla en el horizonte divisable), envenenado por el encono político que dinamita los espacios de consenso, con un bloqueo institucional cronificado, traumatizado por la experiencia pandémica y sometido a un proceso destructivo de centrifugación territorial, con un descrédito social de las élites sobradamente merecido y que padece un Gobierno descentrado y una oposición desnortada, el oficialismo apuesta todas sus fichas a la única carta que le queda. Al parecer, la economía española se disparará en los próximos meses. Habrá dinero para todo y para todos —al menos, para los que se porten bien—. Y en esa era de prosperidad sanchista, se vaticina que los ciudadanos acudirán masivamente a las urnas para mostrar su gratitud al nuevo rey Midas y garantizar su permanencia en el poder.
Esa construcción es tan ilusoria y torpe como la que sostiene que el camino de Pablo Casado hacia la Moncloa quedó expedito el 4 de mayo y que lo único que tiene que hacer el líder del Partido Popular en el resto de la legislatura es asegurarse la lealtad de sus barones, vocear ‘no es no’ a todo lo que venga de un Gobierno condenado por su genética y sentarse a esperar la llamada del Rey tras una plácida victoria.
Parece claro que la economía española está iniciando un ciclo expansivo, ligado a la expectativa del final de la pandemia, cuyo alcance y duración están por comprobarse. Muy expansivo y prolongado tendría que ser para reparar el gigantesco destrozo social de dos crisis sucesivas que, entre otras calamidades, han condenado a una generación entera a la precariedad vital inexorable. En cualquier caso, presumir que la recuperación económica por sí sola proporcionará un salvoconducto electoral al partido de Sánchez que lo salvará de todos sus desmanes y falencias no deja de ser un ejercicio estéril de voluntarismo.
Se han celebrado 15 elecciones generales en España desde 1977. Solo en una de ellas —la de noviembre de 2011— puede asegurarse que la economía fue el motor principal de la decisión de voto y el primer factor del resultado electoral. En todas las demás, sin negar la influencia de la situación económica, aparecen otras circunstancias más determinantes para la victoria de unos y la derrota de otros. En las cuatro convocatorias más recientes, las dos de 2015-2016 y las dos de 2019, la política pesó mucho más en el voto que la economía. Es uno de los rasgos de la polarización extrema: en contextos políticamente cismáticos, el voto se desprende de los criterios racionales propios de sociedades concertadas (el votar con la cartera más que con las tripas es uno de ellos) y se asocia a mecanismos reactivos de adhesión y rechazo primarios. La naturaleza esencialmente divisiva del sanchismo opera en contra de su pretensión actual de obtener el máximo provecho electoral de una coyuntura económica favorable. Y esa naturaleza ya no puede cambiarse.
En España, la conflictividad social no crece en los periodos de depresión económica, sino en los de reactivación. Cuando todo parece irse a pique, la sociedad se repliega y se protege. Pero cuando vuelve a haber algo que repartir, reaparecen las reivindicaciones y, con ellas, los agravios y los conflictos. Aunque este Gobierno ha sido eficaz comprando las voluntades de los agentes sociales tradicionales (sindicatos y organizaciones empresariales), es previsible que el crecimiento traerá consigo brotes de protestas y exigencias cruzadas entre sectores sociales y entre territorios que un Gobierno tan frentista tendrá muchas dificultades para controlar.
Vuelve a aparecer el fantasma de la inflación, el más temido por los gobernantes. La inflación tumba más gobiernos que la corrupción
Además, el impacto social y político de la recuperación económica nunca es unívoco, más bien presenta múltiples frentes contradictorios. Lo estamos viendo: vuelve a aparecer el fantasma de la inflación, el más temido por todos los gobernantes del mundo desarrollado. La inflación tumba más gobiernos que la corrupción.
Más acá de los indicadores macroeconómicos, las familias miden su grado de bienestar por sus ingresos, por los precios de los bienes que consumen (y la proporción entre ambos) y por la estabilidad laboral de sus miembros en edad de trabajar.
En este momento, ninguno de esos tres factores ayuda a crear una sensación subjetiva de prosperidad ni corrobora el discurso triunfalista del Gobierno. Tras el verano, las familias españolas encuentran que la subida de los precios dobla la de los salarios, que el coste de la electricidad y de los combustibles está fuera de control, que todo en el supermercado es más caro (singularmente los alimentos) y que los contratos laborales se hacen cada día más precarios. La convivencia de esa percepción con las proclamas eufóricas de un Gobierno que no se distingue precisamente por su credibilidad puede resultar un artefacto peligroso.
Si hubiera algo de prudencia en la Moncloa, en los próximos meses se modularía severamente el sonar de las trompetas a la hora de exhibir los datos económicos y se impedirían espectáculos de impotencia y cinismo como el ofrecido por la vicepresidenta Ribera en el Congreso a propósito de la escalada incontenible del precio de la electricidad. Mal momento y peor forma de que los españoles se enteren de su existencia.
Con la inflación vendrá también el aumento (aún más) del gasto público, ya muy por encima de los parámetros de la normalidad y del rigor en la gestión de los recursos públicos. Hacer honor al compromiso de vincular el aumento de las pensiones al IPC no solo será una dura prueba de estrés para las cuentas del Estado; además, hará de los pensionistas un colectivo privilegiado respecto al resto de la población. Y ya veremos qué sucede cuando llegue el momento de decidir los sueldos de los funcionarios.
En plena explosión del precio de la luz, la imagen populista de los alcaldes instalando la iluminación de Navidad en agosto es pornografía. Alguien tiene que explicar a nuestros gestores que, diga lo que diga Sánchez, este no es el paraíso de jauja y que siguen sentados sobre un barril de pólvora.