EL MUNDO – 01/12/15 – DAVID ORTEGA
· El Parlamento de Cataluña pretende convertir una Comunidad Autónoma donde rige el Estado de Derecho en un territorio al margen de la legalidad, algo insólito en la Europa moderna y democrática.
Es enormemente desalentador tener que defender lo esencial en un teórico Estado moderno y democrático. Conviene analizar con frialdad y rigor el estado de la situación en Cataluña, para saber realmente dónde nos encontramos. Cataluña es una Comunidad Autónoma donde rige la democracia y el Estado de Derecho, no puede ser de otra forma. Sin embargo, nos guste o no asumirlo, estamos ante una situación de claro bloqueo institucional, con una mayoría parlamentaria nacionalista-rupturista, que va a llevar la situación al límite y, para mayor complicación, con una Convergencia Democrática de Cataluña (CDC) en proceso de descomposición.
Tristemente volvemos a ser una rareza en la Europa moderna. El Parlamento catalán pretende situar a una parte de España –Cataluña– al margen de la legalidad, de las normas de convivencia, de la paz social, de la seguridad jurídica. Tiene un objetivo prioritario que parece que todo lo justifica, todo lo fundamenta, que está por encima de leyes, tribunales, personas y reglamentos: la independencia.
No debemos olvidar la realidad del nacionalismo, muy estudiada en el siglo pasado. En todo nacionalismo siempre hay una Gran Causa que justifica casi todo y ante la que casi todo cede: la superioridad de una raza en Alemania, el pasado glorioso de Roma para Italia o el nacimiento de la nación para Cataluña. Es fácil detectar cuándo se está ante un nacionalismo de estas características, pues hay algo que el nacionalismo no soporta ni admite: los límites de la ley, de las normas, de lo acordado democráticamente por todos. Podríamos decir que es la «prueba del algodón». Cuando veas que alguien pretende situarse por encima de la ley, preocúpate, tienes un serio problema.
En democracia todo se puede discutir, salvo lo básico. Lo básico en democracia no se discute, es tierra conquistada y no queremos volver a recorrer el penoso camino de siglos pasados (conquista del principio de legalidad, de los derechos fundamentales, de la separación de poderes). En las revoluciones liberales que abonaron nuestro actual Estado democrático representativo, se defendía con pasión un aserto clave: nos damos leyes para no darnos tiranos. La ley nos hace libres, la ley nos da seguridad, la ley garantiza la convivencia. No hay democracia sin respeto a la ley. La ley es la plasmación de la voluntad general, es la norma que nos permite convivir. La ley nos hace libres e iguales.
Pues bien, todo esto se pretende romper por la mayoría absoluta independentista del Parlamento catalán. En su ideología nacionalista no hay límites para la independencia: ésta es su Gran Causa, histórica, mesiánica, rupturista. Seamos realistas. Nos espera un mandato parlamentario ciertamente imposible. Cómo convivir con quien discute lo básico y esencial, cómo convivir con quien se sitúa por encima de leyes y tribunales.
Creo que es sensato ponerse en el peor de los escenarios, pues los hechos son palmarios: tenemos un Parlamento catalán legitimado como tal, pero no en su actuación actual. Por decirlo claro, tiene legitimidad de origen, pero no de ejercicio. Lo que está haciendo el Parlamento de Cataluña es ilegítimo, aunque sea un Parlamento legítimo. Es sencillo, no debemos confundir el Qué con el Quién. El quién es legítimo, su qué o actividad no.
El Parlamento catalán ha roto todas las normas de convivencia. Se ha situado por encima de la ley. El Parlamento catalán es poder constituido, no poder constituyente. Esto es determinante. Lo quiera o no, está sometido a las normas que le vieron nacer, que le dan legitimidad. No puede situarse al margen de la Constitución y de los Tribunales. Eso es propio de los Estados fallidos, y no queremos que una parte de España sea un Estado fallido, donde no se cumple la ley y la seguridad jurídica, esto es, no saber a qué atenernos. Los ciudadanos de Cataluña tienen derecho a vivir en paz y previsibilidad con las normas que llevan años votando. Hay un ordenamiento jurídico consolidado desde hace casi 40 años que no puede saltar por los aires. Los rupturistas catalanes han planteado un órdago a la convivencia en paz y en democracia. Esto no se per- mite en ningún país serio y desarrollado. Veo el panorama complicado, pues los compañeros de viaje no respetan lo esencial, el corazón de la democracia, que no es otro que el Estado de Derecho. Fuera del Estado de Derecho hace mucho frío, especialmente porque no se sabe lo que va a pasar, como decía, no hay seguridad jurídica.
La tiranía nacionalista no conoce de límites, de normas, de convivencia. La Gran Causa todo lo justifica: todo cede ante la independencia, fin supremo. Nuevamente España o parte de España se pretende descolgar del tren de Europa, de la modernidad, de lo esencial, de la democracia y del Derecho.
El mundo mira con preocupación esta situación. Al respecto ya se han manifestado los máximos representantes de Naciones Unidas, de Estados Unidos, del Reino Unido y de Alemania. Todos en el mismo sentido. Es necesaria una España fuerte y unida, las normas hay que respetarlas. La actual situación de Cataluña no gusta en Europa, que para nada quiere volver a abrir la puerta de los nacionalismos dentro de los Estados de la Unión. Amén de la realidad que los trágicos atentados yihadistas del 13 de noviembre en París han constatado, precisamos de una Europa unida frente a la amenaza terrorista y de unos Estados fuertes, organizados y preparados.
Mientras tanto, como ajeno a todo lo que le rodea, Mas trata de reinventar a una Convergencia herida de muerte, apostando por un demasiado simplista «borrón y cuenta nueva», intentando crear un nuevo partido político… cómo si no tuviéramos ya pocas incertidumbres. La deriva del nacionalismo catalán es verdaderamente clamorosa, acosado por la corrupción, por la descomposición de CDC y por una esperpéntica hoja de ruta hacia «ninguna parte».
Termino. Desde una perspectiva práctica veo sólo tres alternativas. Una, la más deseable pero también la más improbable, que se vuelva a la normalidad democrática recogida en la Constitución, como hace cualquier país serio, algo –insisto– que deseo pero que no veo factible a la luz de los acontecimientos presentes y especialmente de los protagonistas de los mismos. Dos, convocar nuevas elecciones para que el pueblo catalán se manifieste en libertad sobre la anormalidad que está sucediendo en su Comunidad Autónoma, con un Parlamento que literalmente se «ha echado al monte» y ha metido a más de siete millones de catalanes en un laberinto de muy complicada salida. Es la única alternativa que podría arrojarnos algo de luz. Tres, estar cuatro años con un Parlamento al margen de la Constitución y de los Tribunales, algo que me resultaría prácticamente inviable e insostenible para el día a día de la política catalana.
David Ortega es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos.