José María Ruiz Soroa-El Correo
El Tribunal Supremo ha sabido tramitar con sabiduría el juicio sobre el ‘procés’; ahora quedan por resolver los posibles efectos del acta de eurodiputado lograda por Junqueras
La vista oral del proceso penal contra los dirigentes políticos del intento de secesión catalán (el llamado ‘procés’) está llegando a su fin. Con independencia de la opinión que cada uno sostenga en su fuero particular sobre la adecuación de los tipos penales manejados por la acusación (rebelión o sedición) para con las conductas realizadas, lo cierto es que la Sala Segunda del Tribunal Supremo, pilotada por un magistrado dotado de inteligencia y autoridad como Manuel Marchena, ha sabido tramitar el juicio con sabiduría. No se ha dejado enredar en las mil posibilidades que una defensa política de los procesados le ofrecía para entrar en discusión y ha ofrecido una imagen de garantismo sensato para con los derechos de los acusados.
La vista no ha arrojado como conclusión noticiosa otra sino la de que nada nuevo o novedoso en el terreno de los hechos se ha descubierto. Las largas y a veces tediosas sesiones del juicio no han hecho sino poner palabra e imagen a unos hechos que ya todos conocíamos antes de comenzar. Que existió un intento de secesión de parte del territorio español protagonizado por el Gobierno autonómico de ese territorio, que ese intento estuvo meticulosamente diseñado en su tramitación pseudolegalista, que llevó consigo un referéndum público en clara desobediencia al mandato del Tribunal Constitucional y que durante su celebración se produjeron forcejeos entre ciudadanos y Policía de escasa entidad violenta. Todos lo sabíamos ya, e incluso lo vimos como espectadores de tendido cero. Sobraba totalmente, y nada ha aportado al relato de hechos penalmente relevantes, esa áspera y a veces surrealista discusión entre Fiscalía y defensa sobre quiénes fueron los violentos y quiénes los pacíficos aquel día. O sobre los Mossos. No era esa la cuestión con trascendencia jurídica, sencillamente.
No vamos ahora a repetir lo que ya todo lector sabe de carrerilla; es decir, que el punto crucial de la incriminación por rebelión es el de que el alzamiento público para conseguir la secesión se haya realizado con violencia. Que lleve incorporado en su diseño y ejecución una dosis suficiente de violencia tal que esta de convierta en instrumento necesario para el éxito del golpe. Mi apuesta personal es que la Sala Segunda considerará en su sentencia que, si bien existió violencia el día de la votación, esta fue anecdótica u ocasional y no instrumental ni buscada de propósito. Ni que dependía de ella el éxito de la intentona separatista. Por lo que, en mi opinión, el juicio terminará en una absolución de los miembros del Govern. Más complicado lo tienen los Jordi en relación a su actuación en los incidentes de la Conselleria de Economía, en los que sí puede existir un delito de sedición al oponerse por la fuerza al cumplimiento de una diligencia judicial. De la acusación de malversación, qué les voy a decir: aunque todos sepamos que el ‘procés’ lo financió el Govern (¿quién si no?) lo cierto es que parece que lo hizo con suficiente habilidad como para no dejar huellas. Y sin huellas no hay delito. Por cierto, que esta realidad arroja la muy preocupante conclusión de que, si una Administración española se empeña de verdad en ello, no hay forma de demostrar su malversación o corrupción.
Esta era la noticia del proceso, la de su final sin novedad ni estridencia mayores, cuando una nueva circunstancia ha complicado ominosamente el futuro: la obtención por Oriol Junqueras de un resultado electoral que le legitima para obtener un acta de diputado en el Parlamento europeo el próximo 2 de julio tras los trámites correspondientes según las normas europeas y domésticas. La adquisición de la condición jurídica de diputado, por mucho que esta sea suspendida después en aplicación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal española, arrastra consigo una situación garantista de inmunidad que complicará gravemente el futuro del juicio en el Tribunal Supremo, que para entonces estará en la fase de estudio y deliberación.
No parece descabellado, sino más bien altamente probable, pensar que el levantamiento de es a inmunidad y la obtención del permiso del Parlamento para seguir con el enjuiciamiento de Oriol Junqueras puede enredarse y complicar de una forma tal que conlleve la suspensión del plazo para dictar sentencia. Con lo que se entrará en territorios peligrosos de posible vulneración de garantías procesales. Parece que el sino de esta causa es tropezar una y otra vez con el marco europeo.
El caso de Puigdemont es distinto y, termine como acabe su peripecia como aspirante a parlamentario europeo -sea paseándose por Madrid, sea escondido en Waterloo-, en nada afecta al desarrollo de un juicio en el que no está siendo juzgado. Pero en el caso de Oriol Junqueras no hay normas terminantes sobre la cuestión ni una interpretación asentada en la práctica parlamentaria de Estrasburgo que asegure una fácil solución de los dilemas que plantea su adquirida inmunidad y las vías para levantarla. Además de que no es una cuestión jurídica pura, sino un asunto en el que los intereses políticos podrán jugar un papel importante y en el que el Tribunal Supremo no tiene de su lado ni siquiera al Gobierno español, que ha marcado repetidamente su lejanía con lo que considera una judicialización de la política.
¿Seguirá pensando el juez Llarena que merecía la pena actuar como lo hizo y levantar el castillo de naipes que levantó con su instrucción? ¿O los próximos meses maldeciremos todos el lío en que nos metió?