Por la calle oscura de una gran ciudad de un país en transición baja un hombre que no es oscuro ni grande ni mudable. Se llama Germán Areta. Parece un hombre común, ciudadano de una dictadura que agoniza, pero no se hace ilusiones respecto del futuro: conoce la maldad y se opone a ella por instinto, y entiende que la vigencia de ese enfrentamiento no depende de la forma del Estado sino del corazón podrido de los hombres; y por cierto, de no pocas mujeres. Hace tiempo que no duerme bien pero eso no merma la vigilia de sus sentidos, que son la materia prima de su negocio: detective privado.
Se gana la vida lidiando por dinero con la declarada miseria del prójimo, pero no acepta cualquier encargo aunque le sirviera para empezar una nueva vida en un buen piso a la vera del Retiro. Le sobra valentía para castigar a un maltratador que le dobla en tamaño tanto como para desafiar a un plutócrata vicioso, y le falta el sentimentalismo preciso para disculpar a una mujer que se niega a salvarse a sí misma. Se las arregla para averiguar la verdad sin tender más trampas que las justas, porque su mirada fija accede al alma de su interlocutor como una sonda infalible. Llega, observa y comprende. Pero no juzga.
Areta ama el boxeo, el único deporte que no es un juego, y también el dry martini, que entra en uno como un cuchillo disuelto. Es indulgente con el ser humano abstracto, y si por debilidad debe ser cortés lo será antes con su fiel secretaria que con su sofisticada clienta, pero por mucho casticismo que derroche su ayudante no le consiente que llegue cinco minutos tarde a la oficina ni que se explaye en el relato de sus hazañas sexuales. No es ningún mojigato, pues sabe lanzar un beso cuando está seguro de que será bien recibido, pero algo le dañó una vez lo bastante como para preferir los besos que se reciben a los que se arriesgan. Llegado el caso, con el dolor por fuera, destruido pero no derrotado, será capaz de planear una venganza en una iglesia porque no tiene que ocultar nada ni a Dios.
Areta es nostálgico desde que nació, porque él mismo es un pedazo de un mundo que se ha ido. Un mundo en blanco y negro donde la decencia se reconoce por contraste, pero también un mundo gris, que es el color de la melancolía, del escepticismo y del pálpito monocorde que drena la vida de los solitarios. Areta no malgasta las palabras porque mide el peso exacto de su significado, de modo que al advertir a un miserable de que lo matará si reincide, en ese instante se está comprometiendo a hacerlo. Y el miserable lo sabe.
Areta piensa que no se parece a su cara y tiene razón. Porque Areta solo se parece a la materia de la que están hechos los sueños de Garci. Y si hubiera más gente como él, creo que el mundo sería un lugar mucho mejor para vivir.