EDITORIAL EL MUNDO – 15/11/15
· Al día siguiente del atentado contra Charlie Hebdo, los franceses que se concentraron en la parisina plaza de la República para mostrar su rechazo al despiadado atentado en el que murieron 11 personas enarbolaban como única arma un libro cuyo significado resumía mejor que ninguno la identidad europea. Aquella mañana, el Tratado sobre la tolerancia en el que Voltaire reivindicaba el derecho al pensamiento libre contra la intransigencia religiosa se agotó en todas las librerías. La macabra respuesta a aquella provocación, se produjo el viernes por la noche.
La sala Bataclan, uno de los focos del ataque múltiple del pasado viernes está situada a escasos metros de la sede del semanario satírico, precisamente, en el Boulevard Voltaire. Nada es aleatorio en esta guerra que los fanáticos vienen desplegando desde hace más de 15 años. No estamos ante ataques aislados de grupos terroristas autónomos que operan en el corazón de Europa, sino ante el despliegue de una estrategia orquestada para imponer el terror.
Pero Francia ha sido golpeada por ser una de las potencias más comprometidas en la lucha contra el integrismo en Irak, en Siria, en Libia en Mali y en el Sahel. La brutal agresión vivida el pasado viernes necesaria una respuesta contundente para luchar contra la indefensión, aumentar los márgenes de seguridad y reafirmar nuestros valores.
Ha pasado ya el tiempo de la contención y la diplomacia. Ahora es necesario impulsar un operativo bélico que actúe allí donde los comandos islamistas diseminados por todo el mundo tienen su origen: el califato que el Estado Islámico (IS) ha instaurado en Irak y Siria pero cuya lógica no responde a la de un Estado territorialmente definido, sino a la de una organización en red que le permite ocultarse en casa de su propio enemigo. Las tropas occidentales deben actuar sobre el terreno y procurar la completa desaparición del IS, que no es sólo un grupo terrorista sino, además, una estructura totalitaria cuyo objetivo es la implantación salvajemente violenta de la doctrina y las prácticas islámicas en todo el mundo. En ello nos va a todos la supervivencia como naciones libres.
Pero no por ser el IS la principal organización yihadista debemos olvidar a otros grupos igualmente radicales y antioccidentales como Hamas, Hizbulá, Yihad Islámica o Al Qaeda. Todos ellos responden a la misma lógica bárbara y muchos de ellos reciben el indisimulado apoyo financiero de Irán, Arabia Saudí, Qatar o Kuwait a los que los países occidentales deberían advertirles que no están dispuestos a seguir tolerando su complicidad. No se puede decir que el IS esté financiado por canales oficiales en los países del Golfo, pero sí que obtiene cantidades ingentes de hombres notables del mundo musulmán. El polvorín de Irak –despedazado en tres regiones bajo dominio suní, chií y kurdo–, sumado al caos en Siria y Libia, ha provocado el surgimiento en Mesopotamia de un santuario para terroristas.
Una estrategia activa de derrota del yihadismo pasa ineludiblemente por aplacar de forma contundente las vías de apoyo que el Estado Islámico halla en la región del Golfo. Tanto EEUU como sus socios europeos deben atajar lo antes posible esta connivencia, bajo la amenaza de serias represalias diplomáticas hacia los regímenes que, directa o indirectamente, continúen amparando el terrorismo islamista. Mientras las madrasas saudíes o las escuelas de Pakistán sigan promoviendo la enseñanza del integrismo, la erradicación de esta lacra seguirá estando lejos.
No existe mayor interés geopolítico para Occidente que procurar la preservación de sus valores de libertad y de convivencia. No obstante, el calibre del terror yihadista se suma en la democracias europeas a la tarea ya de por sí colosal de gestionar la inmigración. Francia, con un porcentaje de población musulmana que asciende al 8% –el doble que en España–, ha experimentado en sus carnes las dificultades de la integración, desde la independencia traumática de Argelia hasta los enfrentamientos violentos en los suburbios de París. La lección extraída en el país vecino estriba en que compaginar la garantía de seguridad y la protección de las libertades supone un imperativo moral y democrático insoslayable.
El desafío migratorio, ciertamente, se ha amplificado en Europa tras la crisis de los refugiados. Fuentes policiales griegas confirmaron ayer que uno de los presuntos terroristas que perpetraron la masacre de París pudo haber entrado en Grecia como refugiado procedente de Turquía. Los refugiados llegados a suelo europeo lo hacen huyendo de la tiranía de Al Asad, pero también del Estado Islámico. Es posible que los atentados del viernes contribuyan a engordar el populismo en el seno de la unión. De hecho, el Gobierno polaco advirtió ayer que no aceptará la cuota asignada. Sin embargo, la acogida de refugiados constituye una obligación humanitaria de la UE, si bien la barbarie de París obliga a extremar los controles.
Por su parte, cabe exigir a las comunidades musulmanas, dentro y fuera del continente europeo, que exterioricen de forma aún más rotunda y nítida su rechazo al yihadismo, además de redoblar la colaboración con las fuerzas de seguridad. No se trata de situar en la picota al Islam, sino de certificar que el repudio del terrorismo yihadista no se queda en una mera declaración de intenciones.
Las democracias como la española tienen el derecho y el deber de exigir el cumplimiento de las reglas de tolerancia que hemos acordado entre todos. El rearme moral de Occidente, el apoyo a la educación en países donde se expande el radicalismo y la persecución de los terroristas allí donde se escondan deben ser pilares en la lucha contra el terror.
EDITORIAL EL MUNDO – 15/11/15