Una de las desgracias que traen las crisis es el incremento obligado de las necesidades de gasto público. La pandemia multiplicó el sanitario y esta secuela de la guerra no ha aumentado el paro pero si la necesidad de subvencionar los combustibles, la electricidad, el transporte y, en general, la adopción de medidas para compensar la pérdida de capacidad de compra que provoca la inflación descontrolada. Nadie, o muy pocos y muy raros, discuten esa necesidad. Lo que si está sometido a debate es la manera de hacerle frente y la forma de obtener los recursos que se necesitan emplear.
La fórmula más utilizada por éste y otros muchos gobiernos es la de subir impuestos, suponiendo que la actividad económica no se va a ver afectada y que los agentes sociales perjudicados no van a acomodar su comportamiento a la nueva imposición. Lo cual es mucho suponer. Es demasiado suponer.
Hay países que han adoptado la medida contraria, es decir bajar impuestos y liberar dinero en los bolsillos de los ciudadanos para que puedan enfrentarse a la nueva situación con un menor sacrificio. Lo hizo Italia cuando mandaba Draghi y lo va a hacer Alemania con un gobierno en el que, además de los liberales (¡qué horror!) figuran los socialdemócratas (¿les suena?) y ¡los Verdes!
Las medidas llegarán por varias vías y supondrán un alivio de 10.000 millones de euros en la carga fiscal de los ciudadanos con rentas menores a los 62.000 euros, mientras que aquí hemos presentado -que no ejecutado- tres planes anticrisis con una previsión total bastante mayor, aunque ya veremos qué parte de ellos llegan de verdad a sus destinatarios formales.
Hay otras maneras de hacerlo. Una buena, porque afecta menos a la actividad, es reducir los gastos superfuos, redundantes o innecesarios, que los tenemos a decenas de miles de millones como han demostrado múltiples organismos y puede comprobar cualquier ciudadano mínimamente observador. Pero eso no gusta nada a nuestro Gobierno. No solo no ha movido un solo dedo para señalar y borrar esos gastos, sino que ha aumentado desde enero la nómina de altos cargos, ya son 803 y la de asesores -son 746- con un coste de 149 millones. (¡el loro se va a poner morado de chocolate!).
No solo me parece un mal uso del dinero público, sino que considero que es una obscenidad hacerlo en estos momentos de apreturas generales y una tomadura de pelo esa de subir impuestos y aumentar a la vez los gastos. En especial cuando hablamos de gastos que nadie echaba en falta cuando no existían y que nadie conoce que necesidad social satisfacen.