Ignacio Camacho-ABC
- Lo relevante no es el compromiso sobre la factura eléctrica sino que aún crea que alguien puede confiar en sus promesas
Desde que Pedro Sánchez formulase el domingo un compromiso sobre el recibo de la luz -el de que a final de año habrá costado lo mismo que en 2018-, los expertos no paran de hacer cábalas y echar cuentas. Que si para eso tendría que bajar el megawatio 46 euros en tres meses, que si habrá que reducir más el IVA o suprimir del todo el impuesto de generación eléctrica, que si se refiere a precios actualizados o lineales, que si de todos modos en ese año se alcanzó la tarifa más elevada de la década. Pero en esa lucubración de datos falta el ingrediente esencial que vuelve relevante la cuestión más allá de la estricta verosimilitud técnica, y consiste en que a estas alturas el presidente sigue teniendo el cuajo -torero, dice Alsina- de hacer promesas. Sin cortarse un pelo, a toda portada en su periódico de referencia. A despecho de todo el torrente de engaños, retractaciones y enmiendas que coronó con el célebre veto retráctil a Pablo Iglesias. Pasándose por la punta de la muleta el escepticismo ya proverbial de una ciudadanía forzosamente incrédula. Una promesa con todos su avíos de cifras y fechas que dejó balbuceante y perpleja a la propia vicepresidenta del ramo, Teresa Ribera.
Todavía resuenan en el Congreso las risas del día en que proclamó que ‘nunca jamás’ consentiría un referéndum de autodeterminación ante el cachondeo de todo el arco parlamentario, incluidos sus aliados. Y eso que se trataba acaso de la única garantía que puede certificar por la sencilla razón de que no está en su mano hacer lo contrario. Alguna vez, y aunque sea por casualidad, se traicionará a sí mismo con un rasgo de responsabilidad, de respeto a un trato o de observancia de un plazo -con la vacuna anduvo a punto, mecachis-, pero su crédito es, por decirlo suavemente, muy escaso. No es la clase de persona a la que comprarle un coche usado. Y esa percepción está cuajando en un estado de opinión que los sondeos certifican con un veredicto claro: ha perdido la mínima fiabilidad exigible a un liderazgo. Las mentiras no salen impunes cuando se convierten en hábito.
Parafraseando a Camba, en España se dice que Sánchez miente como se dice que el caballo relincha, el jilguero trina o el gallo canta. Como una condición natural de su ser -Su Persona- que la gente da por sentada. Ha convertido su palabra, la herramienta de convicción del político, en una fuente de desconfianza y es imposible que no lo sepa por muy seguro que se sienta de su instinto y de su audacia. De modo que si continúa embarcándose en ofertas rotundas de cumplimiento improbable es porque se encomienda a la amnesia social, porque si falla piensa hacer trampa agarrándose a retruécanos y birlibirloques verbales o porque se ha aficionado a autoparodiarse en una especie de guiño caricaturesco del énfasis promisorio de Suárez. Pero Suárez era un gigante y Sánchez no pasa de ser… eso, Sánchez.