ABC 19/09/13
ISABEL SAN SEBASTIÁN
La deriva del Faisán demuestra que en política el «honor» se mide en poder y votos
SI el precio a pagar porque ETA dejara de matar iba a ser la impunidad de tantos crímenes cometidos en su nombre, el abandono de las víctimas y la indignidad colectiva de una Nación, alguien debería habernos avisado con tiempo. Muchos, como ésta que suscribe, nos habríamos ahorrado una considerable dosis de dolor recurriendo preventivamente al bálsamo de la indiferencia que ahora alivia de manera milagrosa la conciencia de nuestros dirigentes. ¿O es que el poder aniquila ese órgano moral que rige la capacidad para discernir entre el bien y el mal?
Siete años ha tardado en llegar a un tribunal el caso Faisán, paradigma de infamia sin precedentes en cuarenta años de lucha contra el terrorismo, y lo que está ocurriendo en esa sala no permite abrigar la menor esperanza. El principal testigo de la acusación, Joseba Elosúa, cabecilla de la trama de extorsión etarra y receptor del chivatazo policial que frustró la operación destinada a desmantelarla, apenas recuerda nada. A su edad, dice, los contornos de la memoria se difuminan. Y eso que, merced a una oportuna dolencia de próstata que el juez Garzón consideró fatal nada menos que en 2007, el propietario del bar que la banda utilizaba como centro de recaudación de su brutal «impuesto» disfruta de todos los beneficios de estar en libertad en espera de juicio. Libre como un pájaro, fumando puros en su establecimiento, mientras los inocentes asesinados con su complicidad se pudren bajo tierra. ¿Es mucho pedirle a cambio que borre una cara de su mente y olvide el rostro de ese «madero» que un día 4 de mayo de 2006 le pasó un teléfono en su propio bar para que otro «txakurra» le advirtiera de que él y sus colegas del hacha y la serpiente iban a ser detenidos en la frontera si pasaban con el dinero? No, no parece un gran esfuerzo.
Me he preguntado muchas veces qué puede inducir a un miembro del Cuerpo Nacional de Policía a traicionar a sus compañeros caídos y violentar sus principios hasta el punto de prestarse a colaborar con una organización terrorista. ¿La obediencia debida? ¿El temor a las represalias en caso de negarse? ¿La posibilidad de un ascenso? Ninguna de estas razones me parece convincente. Dicho lo cual, la responsabilidad de los ejecutores materiales de esta ignominia es insignificante en comparación con la que pesa sobre quienes dieron la orden de alertar a ETA y quienes ahora miran hacia otro lado confiando en que pase de ellos este amargo cáliz. A saber, el PSOE de Zapatero y Rubalcaba, que a la sazón negociaban con la banda un «acuerdo de paz» en términos similares a los del Pacto de Múnich suscrito en 1938 por Chamberlain y Daladier con Hitler, y el PP de Rajoy y Fernández Díaz, determinados hoy a hacer o dejar de hacer todo lo que sea menester con tal de que ese acuerdo no se rompa. Paz a cambio de dignidad, sentenció en su día Churchill. Paz a cambio de decencia, diría yo, entendida ésta como la cualidad de las personas incapaces de acciones delictivas o inmorales.
¿Dónde está la voz de Cosidó, actual director general de la Policía que desde la oposición exigía en el Senado conocer toda la verdad del chivatazo? ¿Qué ha sido del diputado Gil Lázaro, quien en 2011 señalaba al caso Faisán como «la tumba política de Rubalcaba» y ahora permanece callado? ¿Queda alguien con vergüenza en esta España cobarde?
Hubo un tiempo en el que creímos que plantar cara al terror era una cuestión de honor. La deriva del Faisán demuestra que fue puro cálculo, que en política el «honor» se mide en poder y votos.