Eduardo Uriarte-Editores

No cabe duda que para el presidente del Gobierno el resultado de las elecciones catalanas le ha salido redondo (nunca mejor dicho). El PSC ha sido votado mayoritariamente pero no va a gobernar, lo que le hubiera supuesto un grave problema con ERC, que se constituye desde el primer instante en el partido llamado a liderar el futuro catalán, y a la vez lanza al estrellato a Vox. El único inconveniente que se le puede presentar es que los secesionistas no sean capaces de formar un gobierno de coalición, o que éste, si se forma, con la presencia de la CUP y el nada moderado JxCat, retomen de nuevo, con las formas escandalosas del pasado, el procés a la secesión. Pero, sobre todo, Pedro ha alcanzado el fin fundamental perseguido: minimizar en estas elecciones al centro político. Un disparate para la estabilidad de cualquier país democrático.

Que el Gobierno que preside haya asumido las arbitrariedades, consintiendo la presencia de los presos en la calle haciendo campaña, haya responsabilizado a la derecha -cosa que reafirma Casado de forma irresponsable- de los errores en la respuesta a la secesión, y permitido a su vicepresidente desprestigiar el sistema español ante el caso catalán, tenían que provocar, irremisiblemente, el efecto Vox y frustrar sin esperanza a buena parte de la ciudadanía constitucionalista que se ha quedado en casa. Sánchez no sólo impulsó el efecto Illa, también el mucho más importante efecto Vox, fortaleciendo la pinza al centro político español. Por un flanco el movimiento estratégico, todos los antisistema acaudillados por él (la alternativa política izquierdista), y por el otro Vox, a su vez como referente a explotar que camufle el proceso rupturista en marcha como una defensa antifascista o, al menos, como una reacción ante una peligrosa derecha extrema populista.

Es todavía posible que nuestro presidente, prisionero de un pragmatismo vacuo, obsesionado por una desmedida ansia de poder justificada en la salvación de su partido que estuvo a punto de zozobrar, y deslumbrado por los efectos de la propaganda del brujo de la Moncloa, ni siquiera sepa que él, desde que organizara el Gobierno Frankenstein, está en un proceso, solapado con el procés, revolucionario. Es decir, la terrorífica “vuelta de la tortilla” que tanto conflicto, guerra y desgracia nos trajo hasta la Transición.

Ha conseguido mutar al PSOE de un partido social-liberal en otro social-populista, que junto a Podemos y los separatismos no tiene otro fin que mutar la Constitución, con el riesgo de promover el caos. Una vez pasado el Rubicón con la creación de un frente Frankenstein, tras mostrar su talante sectario con la bandera del No es No, la deriva política de nuestra sociedad se encamina hacia múltiples rupturas, territoriales y sociales. La desarticulación de nuestra comunidad política empieza a ser un hecho, la partitocracia generó un radical sectarismo que desarticula políticamente, social y territorialmente, nuestra sociedad. La violencia en las calles de Cataluña corre el riesgo de contagiar a Euskal Herria, recién salida de una larga etapa de terrorismo, y a núcleos antisistema de algunas ciudades. Todo ello en una crisis sanitaria y económica de enorme dimensión y con medio Gobierno legitimando la violencia.

El esquema de acción es revolucionario pero muy primitivo. El llevar la tensión dialéctica con el centro político a unos niveles que superan la descalificación al cainismo, es por su brutalidad algo que paraliza e incapacita al PP y C’s y les posterga en la frustración. El centro político español estaba acostumbrado a las formas y comportamientos surgidos en la Transición, lo de ahora nada tiene que ver con aquello, el Gobierno negocia con los sediciosos de igual a igual, pacta con Bildu, el vicepresidente descalifica la democracia existente, su partido justifica la violencia callejera, y el candidato Illa compara el acuerdo secesionista contra él con la concentración de Colón. Ante todo esto el centro político, pasmado, sin capacidad de reacción, sólo sabe cambiar de sede o negar la autocrítica y responsabilidades.

Tal dinámica sólo genera frustración no solo en los electores, también en muchos afiliados y gente comprometida que opta por el desistimiento. Rajoy se demostró incapaz ante la maniobra de todos contra él que no supo apreciar, mientras sus secuaces se peleaban por los trozos de su túnica. Y Rivera, prepotente, fue incapaz de acosar a Sánchez con la necesidad de una coalición socialista-liberal, quizás porque siempre fue más un activista que un liberal. Ambos iniciaron un proceso de frustración que Pedro ha sabido articular magistralmente como arma mandando al electorado de centro a la abstención. Para qué van a ir a votar si luego son incapaces, actitud que de momento no parece manifestar Vox.

Pero el regodeo y búsqueda de la frustración ajena puede acabar rebotándole al propio Pedro. La técnica de la frustración es una técnica de tierra quemada, y quién mejor manipulador de la frustración, y destrucción, que su socio de Gobierno. El día que Iglesias decida aplicar la receta, y lo empieza a hacer, hasta él caerá frustrado. Si Sánchez quiso evitar el hundimiento de su partido lanzándose a una dinámica populista, debía haber puesto límite a ésta, porque no puede vender, cambiar, España por su partido. Es decir, por él.