El Correo-IMANOL VILLA

Se antoja interesante pensar en Voltaire. No porque haya ardido Notre Dame, pérdida dolorosa e irreparable. Y tampoco por ningún afán oculto de provocar a los amantes del 2 de mayo, que haberlos los hay, como las brujas. Urge pensar en Voltaire cuando no son pocos los que, desde convicciones democráticas, dificultan, molestan, abuchean e impiden la expresión de las ideas de los otros. Ignoraba que en democracia la libertad de manifestación pudiera emplearse para vulnerar libertades ajenas, incluida, claro está, la de expresión. No son, por tanto, el grito y la descalificación elementos de debate pues en ellos la palabra desaparece para dar paso al berrido y a la primacía de la visceralidad sobre la razón.

No se ha de ocultar que en un régimen de libertades, el uso de algunas por parte de aquellos que lanzan proclamas contrarias a las nuestras, duele. Es así. Pero tampoco es menos cierto que la libertad de pensamiento y de expresión nos sitúa en una posición en la que junto a la discrepancia ha de estar la defensa a ultranza, sin reparos de ningún tipo, del derecho a la disensión. Tan importante es defender los foros en los que se opine de forma contraria a la nuestra como batirse el cobre por nuestras ideas. De lo contrario, la democracia no tendría sentido. No sería más que el universo de aquellos que, llevados por las mareas de las ideas predominantes, buscan la conversión universal. Imposible. Todos los candidatos en liza en esta campaña electoral tienen los mismos derechos de expresión. Hasta para decir tonterías puesto que en ese caso existe, gracias a la palabra, el derecho a refutarlas.

El insulto, la descalificación y la verborrea tumultuosa de las masas hay que dejarlas a un lado. Es en las urnas donde se ha de lograr la síntesis producto de una confrontación de ideas perfecta. Los ciudadanos hablan con el voto y, además, son ya mayorcitos para hacerlo lo mejor que puedan y sepan. No tiene que venir nadie a decirles que no escuchen a éste o a aquél. Tan solo se han de exponer las ideas sin apelar a los escraches de tinte electoral puesto que estos no son más que la expresión de la intolerancia de quienes, amantes de la libertad y de la justicia, se ven impotentes ante el verbo del contrario.

Vistos los últimos sucesos en calles y parlamentos, sobre los que la decencia no aconseja concretar pues todos saben bien a lo que me refiero, convendría que tuviéramos muy presente que la democracia no es un universo en el que escuchamos justo lo que nos gusta. Es más bien, el mundo de la discrepancia en el que sólo a través de la palabra es posible objetivar lo que en un principio pertenece en exclusiva al plano de lo subjetivo. Y al mismo tiempo, la democracia es el lugar en el que debemos defender hasta la extenuación al que no opina como nosotros. Voltaire no se equivocaba en este asunto.