Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo

Tal y como todos los analistas adelantaron, el comportamiento de los precios durante el mes de septiembre ha sido malo. Muy malo, y el hecho de que no haya sido una sorpresa no resta ni un ápice a su gravedad. Han subido casi un punto más, hasta el 3,5%. Esta vez, el fuego cruzado de la sequía, con su doble efecto de peores cosechas y una generación eléctrica mas cara al tener que usar más las centrales de ciclo combinado que funcionan con gas, más las complicaciones geoestratégicas que impulsan a los carburantes, el IPC se ha ido de nuevo a las alturas, de una manera desordenada. La subida es una mala noticia para el presente de los ciudadanos, suficientemente acosados ya por el coste de la cesta de la compra y por la subida de la factura de las hipotecas y, también para su futuro pues será más difícil que, con este panorama, el Banco Central Europeo se decida a aflojar su política de tipos de interés. También se lo pone difícil a los gobiernos que tendrán que soportar un coste más elevado para financiar las desmesuradas deudas de los Estados y, sobre todo, porque les obligará a replantearse seriamente sus políticas de gasto. Los aumentos de los tipos tienen básicamente el objetivo de reducir el dinero en circulación y conseguir enfriar la demanda.

Pero si los Gobiernos mantienen sus políticas de gasto público y ponen a trabajar a los presupuestos, lo que se va por un lado, vuelve por el otro. En nuestro caso y en concreto, dificulta la retirada de las ayudas en vigor dirigidas a contener las subidas de los precios, principalmente el de los alimentos y la energía, lo que supone un dilema complicado. Con un Gobierno recién estrenado a finales de año, habrá que elegir entre mantener sus planes anteriores o eliminarlas, obedeciendo así los deseos del Banco de España (en funciones de transmisor de los mensajes del BCE). Elegir entre desarmar una buena parte del discurso social o insistir en las políticas de ‘contento’ y arriesgarse a prolongar la etapa de inflaciones elevadas, con sus consecuencias sobre la política monetaria.

En realidad, el dilema consiste en algo así como endurecer el presente, con unos tipos altos, para facilitar un futuro próximo mejor, o sucumbir a las urgencias de la actualidad, ceder a las demandas sociales y correr el riesgo de dilatar un problema que erosiona gravemente nuestro bienestar futuro.