Perdón

ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC 25/11/13

· Un Estado no es quién para perdonar a nadie. Su obligación es garantizar que impere en él la Justicia.

Irene Villa, esa mujer-coraje a la que ETA arrebató las piernas sin lograr arrancarle la sonrisa ni la fuerza, ha escrito un canto a la esperanza titulado «Nunca es tarde, princesa». Una novela apasionante, construida en torno a varios personajes cuyo nexo de unión es su capacidad para convertir la tragedia en oportunidad de superación a base de lucha y convicción; o sea, la vida de la propia Irene extrapolada a distintos contextos, con un elemento común que aparece en todas las historias elevado a la categoría de bálsamo sanador: el perdón.

Irene Villa y su madre, María Jesús González, fuente de la que mana en gran medida el espíritu positivo que habita en su hija, han obrado el milagro de perdonar a los terroristas que quisieron matarlas sin que nadie les pidiera perdón ni tan siquiera conocer sus nombres, toda vez que el atentado que sufrieron en 1991 es uno de los más de trescientos no resueltos que la banda tiene en su sanguinario haber. Las dos optaron por el camino del perdón desde el momento mismo en que pudieron celebrar que seguían vivas y se vieron forzadas a elegir entre el rencor y la felicidad. Su elección las honra y les ha brindado no solo paz interior, sino alegría. Ellas tuvieron la oportunidad de escoger y lo hicieron con acierto. Otros fueron más desafortunados.

Enrique Múgica perdió a su hermano, Fernando, un sombrío 6 de febrero de 1996, cuando un pistolero a sueldo de la serpiente le voló la cabeza ante los ojos de su hijo, José María, que caminaba con él por San Sebastián. Con una lucidez escalofriante, el veterano dirigente socialista pronunció a los pocos días una sentencia que ha pasado a la Historia: «Ni olvido ni perdono». Su opción fue en aquel momento, y sigue siendo a día de hoy, tan digna y merecedora de respeto como la de María Jesús e Irene. A diferencia de ellas, Fernando no tuvo elección. Como tampoco se la dieron a Gregorio Ordóñez, abatido de un tiro en la nuca mientras almorzaba en el bar La Cepa, o a Silvia, la niña de seis años, hija de Toñi Santiago, asesinada en el cuartel de la Guardia Civil de Santa Pola. Muy pocas víctimas directas de ETA están en este mundo para determinar si perdonan o no a sus victimarios. Eso deja en manos de sus familiares la responsabilidad de conceder o negar ese perdón. Y no hay muchos padres, madres, hijos o hermanos que se atrevan a suplantar a sus difuntos ante semejante dilema. El perdón es algo demasiado íntimo, demasiado complejo, demasiado personal.

¿Por qué establezco una comparación tan odiosa? Porque esta sociedad desmemoriada, que tiene prisa por pasar la página de ETA, parece empeñada en obligar a todas las víctimas de la banda a perdonar, sin ni siquiera haber oído palabras de arrepentimiento por parte de los terroristas. A perdonar mansamente, heroicamente incluso, o ser tildadas de «resentidas». Y no hay derecho. No hay derecho a que cuelguen el sambenito de «vengativo» a un hijo que se indigna al ver al asesino de su padre disfrutar del enésimo permiso carcelario o a una madre que ni quiere ni puede olvidar a la niña que le mataron. No hay derecho a que desde ciertas instituciones o medios de comunicación les den lecciones de generosidad y espíritu democrático, como si no hubieran pagado ya un precio suficientemente elevado por esa democracia de la que otros se llenan la boca. No hay derecho a que pretendan condenarles al ostracismo político.

El perdón individual es una opción personal que se inscribe en el ámbito de la conciencia. El olvido colectivo de lo acontecido constituye, por el contrario, un ultraje al sacrificio de las víctimas. Un Estado no es quién para perdonar a nadie. Su obligación es garantizar que impere en él la Justicia.

ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC 25/11/13