Perseidas

Ignacio Camacho-ABC

  • Hay tránsito amargo de los sueños a las certezas en el que cualquier noche te descubres persiguiendo el rastro de un cometa

Una enorme salamanquesa pasó por la boca entreabierta de Jennifer O`Neil justo cuando Gary Grimes estaba a punto de darle un beso y en la sala se removió un alborotado jolgorio de chavalería en celo. Lo de la sala es un decir porque se trataba de uno de aquellos cines a cielo abierto donde la mirada se escapaba a menudo hacia el misterio nocturno del firmamento y la pantalla encuadrada en azul reflejaba las sombras de los espectadores rezagados que buscaban su asiento. El verano del 42, con su inolvidable partitura de Michel Legrand y su agridulce historia de efímero adulterio, era un viaje de iniciación sentimental y erótica para los muchachos del pueblo en veladas de paquete de pipas, cigarrillos furtivos y rebequitas para el fresco. De vez en cuando, una estela luminosa surcaba la bóveda oscura como una flecha de fuego. Nuestros padres las llamaban lágrimas de San Lorenzo. Contarlas era un pasatiempo más en la larga rutina del asueto agosteño, como la alberca del mediodía entre el zumbido de las chicharras, o como la azotea al atardecer para ver el horizonte convertido en un incendio de rastrojales entre brochazos bermejos.

Nunca las he vuelto a ver, pese a muchas madrugadas de intentos vanos. Me lo explicó una vez un científico de Calar Alto para el que la contaminación lumínica de las ciudades era una especie de mal contemporáneo. Hay leyes que no se cumplen, como tantas en España, redactadas para preservar la observación astronómica amenazada por el impacto del crecimiento urbano; la luz del desarrollo ha convertido la atmósfera en un denso tejido opaco. Si vives en la ciudad -donde para ver las estrellas hay que dislocarse una vértebra, decía un personaje de Arthur Miller- será un milagro que topes con el paso fugaz de un meteoro allá en lo alto; hay grupos de aficionados que organizan excursiones a la playa o al campo en busca de una porción de oscuridad por la que asomarse al espacio. Uno prefiere ya conservar la memoria de los años sencillos y adolescentes en que todo era inesperado, cuando la vida te salía al encuentro y cada día podía esconder una aventura, una sorpresa o un espectáculo. Sin reglas, sin expectativas, sin cálculos: con el encanto de lo aleatorio y hasta de lo mágico.

Eso es, al fin y al cabo, la existencia: un tránsito amargo de los sueños a las certezas en el que cualquier noche te descubres a ti mismo persiguiendo el rastro de un cometa como si anduvieses sobre tus propias huellas, como si en el fondo te resistieras a abandonar del todo el tiempo en que sobre un cine sin techo podían volar libres las quimeras. Entonces no conocías la leyenda de que se puede pedir un deseo al contemplar el culebreo resplandeciente de las Perseidas. Quizá por eso no renuncias todavía a la esperanza de volver a verlas: para rogarles que se lleven de una vez con ellas la pesadilla tormentosa de esta puta pandemia.