Juan Carlos Girauta-ABC
- Si a Picasso no lo hubieran atrapado las esquemáticas expresiones del arte ibero, hoy el mundo tendría otro rostro
Vayan a Santander a ver la exposición ‘Picasso Ibero’ en el Centro Botín. Ni se lo piensen. El continente no es mero atractivo adicional; es también cultura viva. Y es obligado entender esa lógica estructural que separa netamente los espacios servidos de los servidores. Placentero mandato del hombre curioso, o sea, del ciudadano. Y parte de un placer mayor, que es el de seguir la estela de Renzo Piano, que, con su colega Richard Rogers, asombró al mundo con el Centro Pompidou. La historia es la habitual en el poco habitual contexto de una revolución estética: en París primero fue el escándalo y luego la gloria.
¿Cuántas veces no se habrá repetido ese patrón en París? La etiqueta impresionismo nació como un desprecio, igual que fovismo. Dos críticos romos, queriendo desacreditar exposiciones grupales, las bautizaron. Las connotaciones negativas han desaparecido como la memoria de Louis Leroy y Louis Vauxcelles, los pobres críticos. De hecho, apenas se les recuerda como denominadores de lo que incomprendieron. El caso del segundo es especialmente hilarante: no solo abominó del (y bautizó al) fovismo. ¡Hizo lo propio con el cubismo! Mis antiguos conciudadanos barceloneses tampoco son en su mayoría conscientes de que cada vez que llaman La Pedrera a la Casa Milà están echando mano de una vieja y vergonzosa burla: los paseantes contemplaban displicentes las irregularidades de la fachada y exclamaban: «Sembla una pedrera!» (¡Parece una cantera!).
Al hombre consciente le conviene comprender, junto con la transformación estética de lo urbano, su propio papel como observador que, al observar, se observa observando. Vayan con ese espíritu al Centro Botín. Todo lo que verán junto al mar -y sobre el mar, gracias a los levadizos de Renzo Piano- es un milagro estético y cultural, un placer sensorial e intelectual, una triple lección de arquitectura presente, pasado prerromano y futuro imposible tras Picasso.
Si esta enormidad fuera todo, bien podríamos llamar a nuestra personal visita ‘Piano, Picasso y los iberos’. Pero entonces se desvanecería el sentido, plenamente justificado, de aplicarle al malagueño un calificativo que lo sitúa de repente, con derecho propio, a más de dos mil años de distancia. Entre veintitrés y veinticinco siglos, por ser más precisos. Así que el edificio de Renzo Piano -juego conceptual, luz e ingravidez- no se limita a acoger un centenar de piezas iberas y otras tantas obras del malagueño, entre óleos, bronces, cerámicas, dibujos: demuestra, y uso el verbo adecuado, que si a Picasso no lo hubieran atrapado las formas rotundas y las esquemáticas expresiones del arte ibero, hoy el mundo tendría otro rostro. A la conclusión final solo puede llegar por usted mismo, así que distánciese y no olvide que las formas picassianas a partir de 1906 han llegado a parecernos lo más normal de mundo, como si formaran parte de la naturaleza. Y no.