José Luis Zubizarreta-El Correo
- El discurso que el rey Felipe VI dirigió el miércoles a la ciudadanía fue la nota discordante en el ambiente de unidad que acababa de reflejarse en el Pleno
Esta actitud ciudadana ha tenido un efecto positivo sobre quienes deberían haber sido sus líderes. Pudimos verlo en el Pleno del miércoles pasado. Por fin, después de semanas de estúpidos y estériles rifirrafes, la política, en este caso casi sin excepción, asumió el ejemplo que le daba la ciudadanía y decidió hacer piña cerrada en torno a las propuestas del Gobierno. Fue la ruptura de una inercia cuyo inicio, en nuestra historia política reciente, resulta imposible de datar. A la unidad social se le sumó así la política en una conjunción de factores que, mientras duren, se retroalimentarán y reforzarán uno a otro. Y es que la nueva actitud tendrá en la permanencia la prueba de fuego que deje constancia de su sinceridad o su oportunismo. ¡Que el temor a caer en desgracia sirva de pegamento de una política que tiende, por naturaleza o costumbre, a estar desunida!
Tras semanas de rifirrafes la política asumió el ejemplo de la ciudadanía
Faltaba que la armonía social y política quedara reforzada con la territorial, que, en este país, ha sido, desde tiempo inmemorial, el más indomable de nuestros caballos de batalla. No se llegaba al Pleno con los mejores augurios. Desde el mismo momento en que el Gobierno declaró el estado de alarma, los dos nacionalismos periféricos más representativos, el vasco y el catalán, se habían apresurado o, quizá mejor, precipitado a calificarlo de «155 encubierto», evocando, con evidente hipérbole, uno de los más tristes eventos de nuestra reciente historia política. Pero, en el entretanto, constatadas, sin duda, tanto la gravedad de la crisis como la responsable actitud de la ciudadanía, el que entre los dos está mostrándose en las últimas contiendas más conciliador y sensato, el del PNV, había ya comenzado a matizar posiciones hasta sumarse en el Congreso al consenso generalizado con un discurso de su portavoz que destacó por su templanza. Era todo lo que cabía esperar. La actitud engreída y asilvestrada que exhibieron los dos partidos del independentismo catalán se daba por asegurada, a la vez que amortizada. Por una vez, territorios, políticos y ciudadanos estuvieron unidos a la altura que exigían las circunstancias. Las excepciones, por escasas y esperadas, no lograron enrarecer el ambiente de consenso.
Una pena que el final no fuera del todo feliz. La nota la dio además quien menos habría cabido esperar que la diera. Fue, en efecto, la inesperada irrupción del Monarca, con un discurso plano en el tono, banal en el contenido e inoportuno en el tiempo, lo que vino a romper la armonía creada e introducir un factor de disrupción en el ambiente. La cacerolada que lo siguió -aún más sonora por contraste con el aplauso que acababa de reconocer la loable labor de los profesionales de la Sanidad- no sólo ha de respetarse como un acto de libertad de expresión, sino que fue, sobre todo, el reflejo de un profundo descontento y un severo reproche por la inadecuada conducta del anterior Monarca y la insuficiente explicación del actual. Nada extraño además que ambas se mezclaran. El carácter dinástico de la monarquía obliga y no caduca. Se es rey por filiación. Y haría mal el interesado si echara en saco roto descontento y reproche. Pues es precisamente la historia de su dinastía, tan poco halagadora, la que menos se lo aconseja. Así que, mientras ni lo explique ni se explique, lo más recomendable sería que se mantuviera en rigurosa cuarentena. Dicho sea esto desde una pragmática indiferencia ante monarquía republicana o república monárquica.