MANUEL MONTERO-El Correo
El resultado del guirigay del PP resulta imprevisible. Es muy difícil pensar en un proyecto de renovación, que a lo mejor no les llega hasta que sufran un gran batacazo electoral
La política suele definirse con grandes palabras, que hablan de la felicidad humana, la búsqueda de la prosperidad, el arte de lo posible, las reflexiones ideológicas… En la práctica, entre nosotros se desenvuelve de forma más pedestre, a ras de suelo. Lo que verdaderamente gusta no es la exposición de programas. Las pasiones se desatan a la hora de elegir a los jefes: quién presidirá el partido, cuál será el candidato, quiénes los elegidos por el nuevo gerifalte. Todo lo demás resulta secundario. Programas, debates y demás interesan en la medida que apuntalan a los candidatos o los defenestran. Son una derivada, circunstancial, un añadido: lo importante es quién se hará con el poder, no para qué servirá este.
Suena a un estadio primario de la política, fase tribal, pero refleja bien cómo se desenvuelve en España la vida pública. La clave no es el qué, sino quién gana y quién pierde. De tales materias se compone la mayor parte de las noticias dedicadas a la política. Un politólogo debe estar al tanto sobre todo de qué apoyos consigue un aspirante, quién se le opone y cuál será el equipo resultante.
En esto sucede como en el fútbol. Es omnipresente en los medios de comunicación, pero apenas se analizan los sistemas de juego y los aspectos estrictamente deportivos. Se siguen con mayor pasión los fichajes que vienen, qué pasará con Cristiano Ronaldo, cómo se llevan los grandes jugadores con el entrenador y si los medianos les aguantan y qué pasará entre ellos: de los futbolistas menores se supone que no les queda otra que seguirles la corriente. Más o menos, como en los partidos políticos.
El juego que interesa es el de ser califa en lugar del califa. De esto vamos sobrados en los últimos tiempos. Ahora nos toca un espectáculo inédito, la elección del líder del PP, que se nota tiene agobiados a los afiliados –¡ahora los llaman militantes! –. Bien mirado, les gustaba la acción del dedo iluminado que movía el cesante y que todos saludaban como muestra de la sabiduría del líder que los dejaba y que entraba en proceso de divinización. El zancadilleo era entonces vertical, hacer la pelota al jefe, y ahora tiene que ser (más o menos) de cara a la galería. Más expuesto, por tanto.
La lucha por el poder llega cada vez más en estado puro, ahorrándonos jaculatorias ideológicas y promesas programáticas. En la pelea que sostienen en el PP las únicas bazas que parecen estar en juego –al menos, públicamente–, tienen que ver con quién ofrece más posibilidades de ganar las elecciones y con la lucha entre familias internas, de características clientelares, si mi jefe va adelante ya sacaré algo.
Por eso se convierte en cuestión prioritaria conseguir el apoyo de las vacas sagradas, suponiendo que todos los pastores les seguirán: si logras el de Aznar –por lo que se ve, entre los afiliados del PP no provoca las antipatías que suscita en la ciudadanía– ni siquiera importa arrastrar estudios raros y un máster vidrioso –¿un máster logrado mediante convalidaciones de asignaturas de grado? Vamos, anda–. La gran ventaja: que llegas ya con la tara incorporada, y no te podrán coger en renuncia por sorpresa.
Además, buscan adherir a los líderes que se han quedado en la cuneta: no por coincidencias programáticas, sino a ver si sumando familias nos quedamos con el botín.
En la medida que lo hay, las disputas se centran en el modelo de partido, quién conseguirá mantener la unidad y quién la destrozará. Junto a esto, se enuncian posiciones que no son programas sino la invocación del máximo ideológico. Las diferencias internas, si las hay, consisten por ejemplo en asegurar que uno retocará la ley del aborto. A primera vista, parece un recurso eficaz, pues los afiliados al PP presentan un grado de radicalización mucho mayor que el de sus votantes. De lo que no hablan es del gran problema que les ha llevado a la pérdida del poder, ni de qué harán para imposibilitar la corrupción.
El tipo de elecciones que hace el PP no es muy diferente a los procesos internos de los demás partidos, sean Ciudadanos, Podemos o PSOE: es posible que entre los líderes actuales y sus alternativas hubiese hondas discrepancias ideológicas, pero de ellas sólo sabemos por las interpretaciones tertulianas y por las intuiciones. Nunca sirven para articular el debate.
Por lo común, en las elecciones internas tienden a ganar las posiciones más radicales. Los miembros de los partidos suelen mostrar pasmosas purezas doctrinales. Por lo que se ve, quienes entran en los partidos lo hacen para defender la derecha, la izquierda o el nacionalismo en estado bruto; y consideran que la moderación es una adaptación a las circunstancias cuando están en el poder, pero doctrinalmente una carga, un pragmatismo rechazable. Poco a poco la política española puede acabar dirigida por las versiones políticas más radicales, pese a la moderación característica del electorado.
Como es la primera vez que votan en elecciones internas, sin experiencias previas, resulta imprevisible el resultado del guirigay del PP: si también aquí se impone la mera suma de distintas familias en un proyecto indefinido pero radical o gana un pragmatismo difuso. De que el partido quedará desunido no quedan muchas dudas, pues no se ha impuesto un liderazgo incuestionable. Siguiendo la tónica de la política española, sus desavenencias no se sanarán hasta que no recuperen el poder.
Con estos mimbres resulta muy difícil pensar en un proyecto de renovación, que a lo mejor no les llega hasta que sufran un gran batacazo electoral.