Ignacio Camacho-ABC

  • Las duras leyes de la supervivencia no sólo rigen en el salvaje mercado internacional de respiradores y mascarillas. La soledad de Calviño y la desorientación de Illa deberían hacer pensar a Sánchez sobre las contradicciones y servidumbres políticas que Iglesias impone en este Gobierno a la deriva

Si un virus se propaga a través de gotículas respiratorias expulsadas por la nariz y la boca no parece aventurado suponer que cualquier protección facial será de utilidad para contener el contagio, en la doble vertiente de la salvaguarda personal y de evitar que un portador de la enfermedad contamine a un individuo sano. De hecho, la adecuada dotación de mascarillas (cubrebocas o barbijos, como se dice en los países hispanoamericanos) y otros equipos de autopreservación ha sido en los momentos álgidos de la emergencia la reclamación más candente de los profesionales sanitarios, conscientes del peligro al que los somete el permanente contacto con pacientes infectados. La escasez de existencias en un mercado regido más que nunca por premisas de

supervivencia propias de un tratado darwiniano ha impelido a las autoridades a desaconsejar su empleo generalizado, habitual incluso en tiempos de normalidad en las sociedades del Este asiático; sin embargo ningún gobierno -y menos el español, cuyas gestiones de compra han resultado un clamoroso fracaso- ha sabido explicar con claridad suficiente la necesidad de priorizar el consumo hospitalario. De ahí la perplejidad que la repentina recomendación de su uso ha causado en los ciudadanos, conocedores de la imposibilidad práctica de encontrar ese material agotado, apenas disponible en la venta on line a precios abusivamente caros.

Es de justicia admitir que este inesperado giro no es imputable sólo a la contrastada desorientación del Ejecutivo, que se ha limitado a seguir antes y ahora las sugerencias de una OMS a la que reiteradamente ha desoído en sus previsiones y avisos para frenar la diseminación del coronavirus. Pero la enésima rectificación abunda en el desorden de una Administración bajo mínimos, sumida en el caos que provocan sus volantazos continuos y la alarmante manifestación de rumbo indeciso patente en las cada vez más abiertas discrepancias entre ministros. Si en la gestión de salud pública es un clamor la ausencia de criterios científicos, en la económica se está abriendo un proceso de mero aventurerismo en el que el presidente ha concedido a Pablo Iglesias un poder decisivo, hasta el punto de que esta semana se filtró en Madrid un amago de dimisión de la sensata vicepresidenta Nadia Calviño. Abordar el desastre de la paralización productiva desde la fórmula bolivariana y confiscatoria del estatalismo constituye mucho más que un garrafal error político: es una suicida declaración de principios que conduce a la nación entera al abismo.

De todos los miembros del Gabinete, Iglesias es el único que tiene una estrategia. Pero no es económica sino política, y consiste en la demolición del sistema, tarea sobre la que su olfato leninista ventea una oportunidad de aceleración en el vacío de reglas subyacente bajo la suspensión de derechos que acarrea la vigencia prolongada del estado de alerta. Su programa de «escudo social», asumido por Sánchez, consiste en esencia en trasladar el coste de la crisis a las empresas, convirtiéndolas en paganas de un modelo subvencional a través de una cascada de impuestos y nacionalizaciones encubiertas que acabarán paralizando la creación de empleo, desencadenando una oleada de cierres y quiebras y arrastrando finalmente al Estado a un insoluble problema de déficit y deuda. El necesario paquete de ayudas de urgencia, implementado con una jerga jurídica ininteligible en su letra pequeña, ha dispuesto medidas de proteccionismo laboral inmediato que autónomos y pymes sólo podrían afrontar mediante la disposición rápida de créditos que no llegan, y en la práctica deja fuera de cobertura a más de la mitad de la clase media. Se trata en su mayoría de disposiciones dirigidas a la bolsa electoral de Podemos, según un sesgo fuertemente ideologizado que promete ante la recesión una «salida de izquierdas».

Así las cosas, la idea de unos nuevos Pactos de la Moncloa que Sánchez deslizó en su comparecencia del sábado -otra de esas reiteradas y cargantes homilías de impostado tono empático que suplantan las explicaciones en un Congreso cerrado- parece condenada de antemano a no pasar del consabido artefacto publicitario. En teoría es una iniciativa idónea pero su recorrido será escaso mientras el responsable de ejercer el liderazgo no se desprenda de la influencia del caudillo del partido morado. Ni PP ni Cs, ni mucho menos Vox y difícilmente el PNV, pueden suscribir ningún consenso sobre el patrón antiliberal que rige ahora mismo la hoja de ruta del Gobierno, cuyos socios ofrecen además un grado de lealtad muy poco fiable a la hora de un acuerdo. Los dirigentes que firmaron con Suárez aquel primer pacto tenían en común su voluntad de cumplimiento mientras los actuales, empezando por el presidente, no se caracterizan precisamente por su madurez de criterio. Si el jefe del Ejecutivo aspira a un compromiso serio, a una alianza de reconstrucción nacional que implique a la oposición incluso a la hora de abordar un eventual rescate europeo -ay, la inevitable sombra ominosa de los «hombres de negro»-, no tendrá más remedio que aceptar que el Covid ha trastocado su inicial proyecto y, en consecuencia, soltarse del brazo de Podemos. Es improbable que se atreva a hacerlo, aun cuando corra el riesgo de que sea Iglesias el que lo deje a él compuesto y sin coalición en el peor momento.

Por mucho que se haya acostumbrado a vivir en medio de una perpetua anomalía, no va poder sostenerse mucho más tiempo en el alambre de funambulista y deberá enfrentarse a la imposibilidad de cuadrar sus contradicciones políticas. La soledad desalentada de Calviño y la desolación desbordada de Illa deberían hacerle reflexionar sobre las posibilidades reales de este Gabinete a la deriva que además arrastra, por sus negligencias más o menos intencionadas en las actuaciones preventivas, la ira represada de buena parte de la población recluida. Las duras leyes de la subsistencia darwinista no sólo rigen en el salvaje mercado internacional de respiradores y mascarillas; más pronto que tarde habrá de ir a pedir auxilio en Bruselas o en Francfort y le harán falta buenas compañías. Y el estado de alarma que le concede poderes excepcionales más que discutibles en una democracia garantista no lo puede, aunque tal vez le gustaría, prolongar de manera indefinida.