EL MUNDO 24/07/13
FRANCISCO SOSA WAGNER
La polémica ha saltado hace unos días al conocerse que el presidente del Tribunal Constitucional es o ha sido afiliado a un determinado partido político. Ello ha motivado una reunión extraordinaria de los magistrados que han respaldado por unanimidad a su jefe de filas alegando razones de interpretación de las normas pero probablemente también repasando mentalmente (algunos de ellos) su propia biografía.
La politización de la justicia constitucional es asunto ligado a su propio nacimiento. Quien la inventa en el siglo XX (precedentes los hubo en el XIX) fue el imaginativo jurista austriaco Hans Kelsen cuyas simpatías socialdemócratas y su admiración por Ferdinand Lassalle eran conocidas por todo el mundo. Nombrado tras la I Guerra Mundial magistrado vitalicio del recién creado Tribunal Constitucional fue sin embargo desposeído de su cargo por su postura en los pleitos referidos a la disolución del matrimonio, a la sazón, indisoluble en Austria. La Iglesia desata una campaña contra él, el Gobierno social-cristiano decide una reforma del nombramiento de los magistrados que los socialistas apoyan presionados por la amenaza de perder poder en su feudo vienés. A cambio estos obtienen dos puestos de los 14 en el nuevo Tribunal. A Kelsen se le ofrece uno de ellos pero se niega a ser magistrado «de un partido político» y además reprochó a los socialistas haberse prestado a un juego sucio y peligroso. A partir de ahí Kelsen, en medio de ataques feroces, decide abandonar Austria y acepta una cátedra que le ofrecen desde Alemania. En una Alemania que está a punto de tener como canciller a un tal Adolf Hitler… De allí pasará a Suiza y después a los Estados Unidos donde morirá a edad muy avanzada.
Este precedente austriaco es el que tienen en mente los juristas alemanes que diseñan su propio Tribunal Constitucional al finalizar la II Guerra Mundial. Y es el que tienen asimismo como referencia los juristas españoles que dieron a luz a nuestro Tribunal Constitucional cuando iniciamos nuestra andadura democrática.
Karlsruhe –lugar donde se encuentra la sede del Tribunal Constitucional alemán– es hoy, para el Estado de derecho alemán, un lugar de culto, un lugar donde se administra la gracia. Sus jueces son, para quienes buscan el Derecho, algo así como los santos tutelares a quienes se pide protección. Su prestigio es inmenso y ha servido de modelo no solo para España sino para casi todos los tribunales constitucionales que se han constituido por aquí y por allá. El ejemplo de los países del Este es muy significativo. Como ejemplo baste decir que la sesión constitutiva del Tribunal Constitucional de Sudáfrica se celebró en la sede alemana de Karlsruhe.
Lo interesante, sin embargo, es destacar ahora que muchos de sus miembros, desde su puesta en marcha, a principios de los años 50, han procedido claramente de la política y han mantenido su afiliación política. Permítaseme la pequeña vanidad de citar mi libro (de inminente publicación) Juristas y enseñanzas alemanas (I) 1945-1975. Con lecciones para la España actual donde expongo en muchas páginas la peripecia de este Tribunal extrayendo enseñanzas para nuestro medio.
Porque, si bien es verdad que el alemán es un tribunal de juristas que ha regalado y regala muchas horas de gloria al noble arte de juzgar y razonar lo juzgado, lo cierto es que nadie ha negado nunca ni niega su carácter político. Michael Stolleis, el gran estudioso de la historia del Derecho Público alemán (a quien mi libro está dedicado), lo resume bien: «los elementos políticos de su práctica, que se conocen desde los inicios, son considerados necesarios». Y Heribert Prantl, en una obra dirigida por el propio Stolleis, señala que «en verdad las sentencias del Tribunal son política, exactamente política constitucional, la que ha querido expresamente la Ley Fundamental … sobre los fines y los medios deciden los políticos. Si el camino emprendido es transitable o si la Ley Fundamental lo cierra es algo que deciden los jueces. ¿Es esto política? Naturalmente que es política pues quien decide qué es lo que puede y lo que no puede hacer la política, está haciendo política …». Es por lo demás un lugar común afirmar que el procedimiento ante el Tribunal se convierte, en la lucha entre los partidos, en una cuarta lectura de las leyes.
Su primer presidente fue Höpker-Aschoff, un político que había sido diputado en el Parlamento de Prusia y en el Parlamento del Reich así como ministro de Finanzas en Prusia antes de 1932. Durante el adolfato se esconde donde puede y tras la guerra es uno de los fundadores del partido liberal y de nuevo ministro de Finanzas, ahora en el recién creado Land de Renania del Norte-Westfalia. El segundo personaje en esta hora fundacional (Rudolf Katz) es asimismo un político de la democracia cristiana que se había visto obligado a abandonar Alemania y había vivido en el extranjero. Era ministro del Land de Schleswig-Holstein cuando fue elegido magistrado.
Otro presidente fue Gebhard Müller (su antecesor murió de forma repentina) que cometió su pecado nazi, luego en la democracia-cristiana, diputado y presidente de un Land antes de ir a Karlsruhe. Ocupó su poltrona durante 13 años y era conocido su activismo en asociaciones católicas. Le sucedió Ernst Benda quien, tras la guerra, se afilia a la CDU donde destaca y asciende rápido en su organigrama. En 1971 lo vemos ya de presidente del Tribunal y se estrena en su cargo afirmando públicamente que «yo soy y seguiré siendo militante de la CDU, decir otra cosa sería una hipocresía». Y así podríamos seguir desgranando nombres socialdemócratas que vistieron la toga roja (formalidad que vendría años después) procedentes de cargos políticos. Hay un momento en el que Adenauer, en la tribuna de canciller en el Bundestag, dijo que «de los 23 jueces, nueve son militantes socialdemócratas del SPD, dos o tres de la democracia cristiana CDU –¡dos! le corrige un diputado–, uno, de las filas liberales, FDP».
Siguiendo con este recuento puede decirse que, desde 1951 a 2000, el 28,5% de los jueces han sido –y lo siguen siendo durante su mandato– militantes con carné de la democracia cristiana; el 34,2% de los socialdemócratas y el 3,4% han pertenecido a los liberales.
El catedrático de Derecho Público Roman Herzog que fue presidente del Tribunal, había ejercido varios cargos de ministro y, a la salida del Tribunal, fue presidente de la República Federal de Alemania, ha puesto de manifiesto en sus Memorias (Jahre der Politik: Die Erinnerungen, 2007) su sensibilidad ante las críticas que el Tribunal recibe acerca del comportamiento de los jueces e incluso acusaciones abiertas de parcialidad no han faltado en su historia. La distinción entre conservadores y progresistas, que se usa en España, también existe en Alemania y se hace sobre la base de los colores rojo y negro (como en las peripecias de Julián Sorel en la novela de Stendhal).
El hecho de que el nombramiento provenga directamente de los partidos justifica el recelo descrito por Herzog y, por supuesto, ocasiones ha habido en que las decisiones tomadas han venido muy bien al gobierno de turno o a la oposición y en ellas han tenido un influjo determinante tal o cual juez. Pero una «coloración única» no existe como regla. Dicho en términos numéricos, y teniendo en cuenta que en cada Senado (Sala) se sientan hoy ocho jueces, una votación cuatro-cuatro en función de la procedencia partidaria de los jueces apenas se da, lo normal es que se produzcan «mezclas».
ELLO SE DEBE a que los jueces necesitan para ser elegidos una mayoría amplia, lo que es una garantía de su independencia aunque no es transparente el proceso de selección porque las negociaciones no se hacen a la luz del día. Una segunda garantía para la neutralidad del TC la asegura la no reelección de los jueces: se les elige con un límite de edad y un periodo determinado –doce años– pensados en interés de la continuidad de los trabajos del tribunal. Para el juez suele ser la culminación de una carrera. En estas condiciones, ha de pensar en su «necrológica» y sabe que lo que de él quedará es aquello que haya hecho como magistrado. Si es cierto que no gusta ingresar en la historia como un juez partidista, cada cual se esfuerza en comportarse de tal modo que nadie pueda dirigirle con fundamento una acusación tan grosera.
Pero Herzog admite que todos estos razonamientos no son creídos por los medios de comunicación, especialmente por los que se ocupan de las sesiones y decisiones del tribunal, medios que cultivan una especie de «astrología judicial» que sirve para predecir cuál va a ser el contenido de una sentencia. Y añade: «debo admitir que algunas veces sus profecías se cumplen». Pero con la misma regularidad erran en otras ocasiones. Y es que, por encima del tribunal, no hay más «que el cielo azul o Dios» –según se prefiera– pues sus decisiones no pueden ser corregidas más que por el poder constituyente y esto por lo general no ocurre. Por ello, por la importancia de lo que se decide en esa última instancia, sus sentencias están razonadas y fundadas hasta el último detalle. Que esto no es una garantía en términos absolutos, por supuesto, pero es que tales garantías no pueden darse en el trabajo de los hombres. «Es, en todo caso, la mejor garantía de entre las posibles».
Una última consideración. En Alemania siempre se tuvo muy claro que los jueces constitucionales habrían de desarrollar su labor lejos del poder, es decir, lejos de Bonn. Berlín no era mal sitio, por Colonia abogaba el propio Adenauer pues era «su» ciudad, pero no pudo imponer su criterio y al final se optó por Karlsruhe que era también la sede de otro importante Tribunal a cuya hospitalidad se acogió hasta que pudo disponer de edificio propio en las inmediaciones del palacio del Gran Duque de Baden.
¿Es impertinente reflexionar en nuestra España atribulada sobre esta experiencia?
Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Su próximo libro (en Marcial Pons) se titula Juristas y enseñanzas alemanas (I): 1945-1975. Con lecciones para la España actual.