JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Hoy, quien fue la víctima por antonomasia habría de servir para que nos paráramos a mirar y a acompañar el dolor y el desconsuelo que ETA sembró en torno a los más de ochocientos asesinados que, como él, fueron abatidos

Apenas había pasado una semana desde la liberación de Ortega Lara cuando ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco, el crimen más vil de su ignominiosa historia. No fue casual coincidencia. Se trató de la muy meditada ‘vendetta’ con que la banda quiso resarcirse de la frustración que le supuso el fulgurante final del secuestro más ‘exitoso’ de los que había perpetrado. Se le volvió en contra. Sirvió, muy a su pesar, para sacar a plena luz su carácter mafioso, que ya habíamos podido vislumbrar en el ‘pizzo’ con que, bajo el eufémico nombre de ‘impuesto revolucionario’, se dedicó a extorsionar a empresarios, profesionales y pequeños comerciantes. Hoy nos reconforta pensar que aquellos dos crímenes acabaron siendo el azadón y la pala con que ETA cavó la tumba en que, una larga década después, quedaría sepultada de manera definitiva.

Miguel Ángel Blanco fue quizá el enemigo más indefenso e inocuo que ETA pudo elegir. Esa circunstancia, junto con el lúgubre suspense entre secuestro y asesinato con que, durante cuarenta y ocho horas, mantuvo en vilo a la población, hizo de él la víctima por antonomasia, merecedora de la sentida solemnidad con que hoy se la recuerda. Su muerte actuó de espoleta de una movilización ciudadana que marcó el punto de inflexión en que la sociedad vasca dio el vuelco hacia un compromiso activo contra el terrorismo. Y fue, a la vez, en sentido contrario, el baldón que sumió en la vergüenza y en un silencio sepulcral a quienes hasta entonces se ufanaban de pertenecer al patriótico movimiento que ETA mantenía activado a golpe de atentado. Una pena que tanto aquel compromiso como la vergüenza duraran lo poco que duran en nuestras olvidadizas sociedades los impactos emocionales. Hasta la unidad en que se apresuró a buscar refugio una clase política conmovida y alarmada se disolvió mucho antes de lo que habría cabido esperar.

Resulta hoy obligado recordar que aquel asesinato fue un fogonazo que, al poner el foco en el joven concejal de Ermua, nos deslumbró hasta el punto de cegarnos ante las otras víctimas que, como él, cayeron sin sentido y sin merecerlo. Hoy, quien fue la víctima por antonomasia habría de servir para que nos paráramos a mirar y a acompañar el dolor y el desconsuelo que ETA sembró en torno a los más de ochocientos asesinados que, como él, fueron abatidos, pero, a diferencia de él, siguen sumidos en un anónimo olvido. Todos ocuparon el lugar que habría podido tocarle a cualquiera de nosotros y son, por ello, víctimas vicarias que la piedad nos impone el deber de recordar.