Editorial-El Español

Es bien conocida la colección de mordaces y sardónicas coletillas que el ex vicepresidente Alfonso Guerra ha dejado para la historia política española. Entre ellas, la famosa «el que se mueva no sale en la foto». El histórico socialista la empleó para neutralizar cualquier pretensión de disidencia y heterodoxia respecto al catecismo del partido cuyo aparato controlaba.

Paradójicamente, el que ahora no ha salido en la foto ha sido el propio Guerra. Y ha sido, precisamente, por no moverse. Es decir, por mantenerse fiel a su ideario de hace más de 40 años.

Y es que Guerra ha sido el gran ausente en la conmemoración de la primera victoria electoral del PSOE, allá por 1982. En un primer momento, el ex vicepresidente ni siquiera había sido invitado al acto de celebración del cuarenta aniversario. Y aunque finalmente se cursó la invitación, Guerra ha optado por no dejarse ver.

La suya es una de esas ausencias que son mucho más elocuentes que cualquier presencia. Porque simboliza palmariamente la brecha generacional que separa al PSOE de aquella primera legislatura del partido que hoy gobierna España en compañía de los extremismos populista e independentista.

Los comentaristas tienden a poner el foco de sus análisis de la ruptura en la intrahistoria del PSOE en la colisión entre los liderazgos de Felipe González y Pedro Sánchez. Pero es Alfonso Guerra quien realmente encarna la distancia inconmensurable entre el PSOE que consolidó la Transición y el que hoy se abandona insensatamente a la radicalización ideológica y a un temerario y maquiavélico tacticismo político.

«Fue este pragmatismo, que privilegia la conveniencia estratégica a la fidelidad a unos principios fuertes, la clave de la ruptura entre Guerra y González»

Es verdad que González, en la línea de la mayoría de barones socialistas, no ha ahorrado nunca en admoniciones y condenas a la deriva de su partido bajo la batuta de Sánchez. Pero si hasta hace poco ambos presidentes no habían ocultado su recíproca antipatía, más recientemente han escenificado una sintonía cuya mayor prueba ha sido la capitalización, en el acto de ayer, del triunfo felipista por parte de Sánchez, sin mayores estridencias.

Esto es comprensible en la medida en que Sánchez y González no son tan radicalmente antitéticos como podría parecer en un primer vistazo. Porque ambos comparten un rasgo definitorio de su temple político, que es justamente lo que impide asimilar en los fastos conmemorativos el legado guerrista: un pragmatismo lindante con el oportunismo.

Fue este pragmatismo, que privilegia la conveniencia estratégica a la fidelidad a unos principios fuertes, la clave de la ruptura entre Guerra y González. Un distanciamiento que el expresidente lamentó ayer con melancólico literalismo: «Trato de encontrar, y lamento no conseguirlo, a aquel personaje que levantaba mi mano en la ventana, Alfonso Guerra. Y tenderle esta mano».

Al igual que Guerra no se plegó al posibilismo (cuya mayor expresión fue el viraje con respecto a la membresía en la OTAN) de González en su momento, tampoco lo ha hecho ahora con el de Sánchez. Un oportunismo que con el expresidente llegó a traspasar los límites de la legalidad. En el caso de Sánchez, todavía no ha rebasado el terreno de la transgresión moral; aunque episodios como la reciente aquiescencia a rebajar las penas por sedición para asegurar el apoyo de ERC a los Presupuestos dan cuenta de la perversa ausencia de reparos del sanchismo para afianzarse en el poder.

«Que Guerra haya sido apartado de la actualización de la mitología socialista en el 40 aniversario denota que es el PSOE al que ya no conoce ni la madre que lo parió»

Esta connivencia con los separatistas, de algún modo, data de tiempos de González y sus cesiones a Jordi Pujol, continuadas luego, por cierto, por el Gobierno de Aznar. En contraposición, el guerrismo representaba una izquierda patriótica que tenía una idea clara de España. Un PSOE más socialista que socialdemócrata, menos alineado con la OTAN y EEUU que el felipista. Y uno que entroncaba con el socialismo obrero y reivindicativo de la lucha de clases, pero sin dejar de ser una izquierda marcadamente nacional.

Es comprensible que uno de los padres del pacto constitucional más destacados, creyente en una España autonómica sin fugas hacia el independentismo, haya sido tan crítico con el modelo de Estado alternativo y la geometría de alianzas que han representado tanto José Luis Rodríguez Zapatero como Pedro Sánchez.

En cualquier caso, como artífice de la primera victoria de González y su mito, el implacable e insolente Alfonso Guerra es también un compendio de los rincones oscuros de la Transición y del PSOE. Y no fue en modo alguno ajeno a la perversión del proyecto felipista.

Otra de las célebres sentencias pronunciadas por Guerra fue la de que «a España no la va a conocer ni la madre que la parió». Que el ex vicepresidente haya sido apartado de la actualización de la mitología socialista en el 40 aniversario denota que es el PSOE, más bien, al que ya no conoce ni la madre que lo parió.