RUBÉN AMÓN-EL CONFIDENCIAL

  • El rebrote feroz de la pandemia contradice las elecciones catalanas y malogra el oportunismo del ‘efecto Illa’, aunque el propio ministro debería ya renunciar a la bicefalia
No es cuestión de ponerse a interpretar el artículo que José Antonio Zarzalejos escribió este sábado a propósito de la cacicada que han urdido las fuerzas nacionalistas para retrasar las elecciones catalanas. Los argumentos son elocuentes a favor de la tesis del oportunismo. Y ninguno más claro que la maniobra disuasoria: los soberanistas temen el fervor electoral que arropa al ministro de Sanidad —lo dicen las encuestas— y recurren a la psicosis de la pandemia para neutralizar el ‘efecto Illa’.

Impresiona mucho que pueda existir el ‘efecto Illa’. El ministerio nuclear de la catástrofe debería estar carbonizado, del mismo modo que su titular bien podría haberse convertido en el primer mártir del Ejecutivo, pero la amnesia colectiva y el talante conciliador del sujeto han convertido la debilidad en la fuerza, de acuerdo con algún principio taoísta que he olvidado.

El traje ignífugo de ‘undertaker’ le protege del incendio. Las encuestas le auguraban una llamativa victoria. No por haberse conjurado la catástrofe sanitaria. Al contrario, los contagios prosperan como nunca y la tercera ola parece un tsunami, pero resulta que el ministro de Sanidad se ha convertido en la estrella más insólita de la política nacional. Y no porque lo diga Tezanos. Otros muchos sondeos consolidan la buena reputación del filósofo: cuanto peor, mejor, podría ser el lema electoral de Illa.

Discrepo de la opinión de Zarzalejos respecto a la idoneidad de la convocatoria, más aún con las cifras espantosas que arrojan los últimos días en Cataluña. La cacicada es verosímil, pero las razones para aplazar los comicios también se antojan sensatas, independientemente de la truculencia de la partida de ajedrez. Si el trance del voto es un derecho fundamental, lo menos que puede hacerse es garantizarlo en las mejores condiciones. No puede convocarse al voto masivo al tiempo que proliferan las condiciones disuasorias. No ya por los enfermos o los contagiados. También por la sugestión colectiva y las medidas preventivas que emprenden muchos ciudadanos, más todavía entre las personas de mayor edad.

No es solo que las elecciones vascas se aplazaran porque no podía garantizarse un proceso convencional. Una vez reconvocadas, se resintieron de una paupérrima participación (50,78%), incluso cuando la curva del virus había retrocedido al mínimo en julio de 2020 y Pedro Sánchez anunciaba en un mitin que habíamos derrotado al coronavirus.

Semejante ejercicio de falaz propaganda tendría que haber sepultado al ministro Illa, igual que podrían hacerlo ahora la ‘desgobernanza’, la campaña de vacunación y el cinismo con que el propio Salvador —en mayúsculas— delega los errores en las autonomías y recurre cuando le parece al botón nuclear del estado de alarma. Que sigue vigente hasta el 9 de mayo. Y que le permite controlar no ya la estrategia sanitaria, sino el ritmo de su propia candidatura en un ejercicio obsceno de retroalimentación.

Todo el Gobierno se ha puesto a trabajar para el compañero maravilla. Incluido el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, cuyo alarmismo y congoja alcanzaron a proclamar que la suspensión de las elecciones catalanas equivalía a la suspensión de la democracia.

La ‘boutade’ se resiente de una flagrante contradicción: lo menos que ha de esperarse de la ‘fiesta de la democracia’ es que pueda adherirse todo el pueblo. La abstención es una respuesta legítima y una manera de exhibir la discrepancia, pero no cuando su origen proviene de los obstáculos sanitarios, logísticos, ambientales o psicológicos. No debe llamarse masivamente a las urnas para luego prevenir sobre los amontonamientos.

Ni puede hablar con rigor de la ‘suspensión de la democracia’ un Gobierno que martillea la separación de poderes y se sustrae al escrutinio de los contrapoderes. Empezando por el Parlamento y por la anomalía que supone la prolongación del estado de alarma. Bien lo sabe Sánchez en la cima del poder y bien lo experimenta Illa como virrey de asuntos sanitarios.

No debe llamarse masivamente a las urnas para luego prevenir sobre los amontonamientos

¿Qué aseo democrático predispone que Illa desempeñe a la vez el cargo de ministro y de aspirante a la Generalitat? ¿Cómo es posible que el ministro de Sanidad convierta la gestión sanitaria en su recurso electoral de Cataluña? ¿Cómo se explica que un conflicto de intereses tan flagrante no despierte la inquietud democrática del ministro Campo? ¿Cuántas de las decisiones sanitarias van a dejarse de aplicar por lo que puedan deteriorar la carrera de Illa a la Generalitat? ¿Debemos pensar, por ejemplo, que el rechazo al confinamiento domiciliario proviene de la protección que se le quiere dar a Salvador? ¿O no sería un enorme deterioro político admitir que urge regresar a la casilla de salida, resignarse a la zona cero de la tragedia?

Era Ignacio Varela quien proponía un tuit definitivo a propósito de la bicefalia y de los intereses en juego: «Sería interesante un debate entre el ministro de Sanidad y el candidato del PSC sobre la conveniencia de hacer unas elecciones en plena oleada de contagios».

No tendríamos esta clase de dudas si no mediara la anomalía de un candidato ‘impresentable’. Y no apelo aquí a las definiciones peyorativas que la RAE consagra al adjetivo, pese al sensacionalismo del titular. Me refiero a que Salvador Illa no debería siquiera presentarse. O debería despojarse de la armadura ministerial, ya que hablamos de decencia democrática.

Puede ser cierto que ERC y los compadres soberanistas hayan organizado una cacicada, pero la frivolidad con que se utiliza la pandemia también le concierne al PSC. No desean los socialistas el 14 de febrero para exteriorizar la pasión de la democracia, sino para aprovechar el ‘efecto Illa’.

No hay por qué deprimirse, camaradas. Estos meses de retraso predisponen la reforma del Código Penal respecto a la decisión y resultan fértiles para el masaje de los indultos. Es más, si la campaña de vacunación funciona como empieza a hacerlo, Salvador Illa, a hombros de Fernando Simón, anunciará que el mérito es suyo y ganará las elecciones cuando haga falta habiendo sanado a todos los votantes.