Rubén Amón-El Confidencial
El Gobierno del bien agiliza el prohibicionismo de un acontecimiento que desafía la sociedad aséptica con la muerte, el rito, la virilidad y el heroísmo
Recuerdo haber compartido con Carmen Calvo un homenaje a Sánchez Mejías. Y haberla escuchado definir la tauromaquia como un arte transgresor y vanguardista. Un espejo de la modernidad. No va a resultarle sencillo defender semejante punto de vista en el Consejo de Ministros. El presidente es antitaurino. Y antitaurinos son la vicepresidenta Ribera y el vicepresidente Iglesias, más todavía después de haber asumido las responsabilidades del bienestar animal y de haberse recreado en los aforismos adanistas de Gandhi.
Es la perspectiva desde la que la tauromaquia se expone a una amenaza ideológica, cultural y normativa. Ideológica, porque se vinculan los toros a la derecha y la España cavernaria. Cultural, porque van a esgrimirse razones civilizadoras para exterminar la tauromaquia. Y normativa, porque el Gobierno del progreso y del bien prepara un paquete de reglamentos y medidas tutelares que pretenden desnutrir y acosar el segundo espectáculo de masas de España.
Es una manera de comprender la relación de la tauromaquia y el misterio eucarístico (pagano) que la convoca. No hay indumentaria más incómoda que un vestido de luces, pero la seda y el oro revisten al torero de una misión excepcional. No se puede torear en chándal, igual que un obispo no puede oler a oveja, le guste o no le guste a Bergoglio el estupor litúrgico.
Se ha democratizado el heroísmo. Cualquiera puede convertirse en Hércules después de haber salvado una mascota de una cornisa
Los toros son un escándalo porque discriminan al verdadero héroe del héroe accidental. Proliferan estos últimos en los vídeos virales. Se ha democratizado el heroísmo. Cualquiera puede convertirse en Hércules después de haber salvado una mascota de una cornisa, pero el torero concibe su misión desde la conciencia del peligro y de la muerte. Se ha preparado para el uno y para la otra. José Tomás es un personaje homérico en medio de héroes de pacotilla.
Los toros son un escándalo porque exponen el sufrimiento de un animal en tiempos de animalismo sectario y dogmático. No es el motivo que nos reúne en una plaza, pero el sadismo que nos pueda atribuir Pablo Iglesias o una concursante de OT —nazis, llamó a los taurinos, con lo buen animalista que fue Himmler— subordina la devoción totémica que profesamos al uro. Se idolatra al toro. Y se adora su imagen en los campos y las carreteras en la publicidad sin publicidad del toro de Osborne. El toro es la dehesa y la marisma. El amo del territorio. Al toro no se lo degüella en un siniestro matadero. Se lo sacrifica con el trance de la ‘suerte suprema’. La espada y el riesgo del desenlace implican un compromiso ético. Una muerte no ya digna, sino expuesta al hálito de la última cornada.
Los toros celebran la virilidad. En la acepción de la testosterona, desde luego, pero también en la noción latina de la virtud
Los toros son un escándalo porque identifican un acontecimiento masculino. Masculino no quiere decir machista. Si la tauromaquia lo fuera —machista—, lo haría como un reflejo de la realidad, no como un rasgo característico ni específico. Los toros celebran la virilidad. En la acepción de la testosterona, desde luego, pero también en la noción latina de la virtud.
Los toros son un escándalo porque constituyen el arte al que aspiran todas las demás artes, igual que todos los deportes aspiran al boxeo. La coreografía del erotismo y la muerte predisponen una dialéctica arrebatadora. La creatividad efímera e irrecuperable. Es la razón por la que Calvo ponderaba la transgresión y la vanguardia como argumentos inequívocos de la tauromaquia. Los toros son un arte extremo, incómodo. E impropio de una sociedad inodora, incolora e insípida.
Los toros son un escándalo porque suscitan la pulsión prohibicionista de los Estados protectores. Sánchez e Iglesias quieren abolirlos para remarcar el intervencionismo y la doctrina. Claro que una sociedad puede abjurar de la tauromaquia. Y suprimirla de sus hábitos, de sus costumbres, pero no porque un Gobierno se entrometa en las libertades e imponga el catecismo laico.
Sánchez e Iglesias quieren abolir los toros para remarcar el intervencionismo y la doctrina
No es la única perversión política. También intoxica la tauromaquia Vox cada vez que la tergiversa como una tradición celtibérica e identitaria. La máxima figura del toreo es un peruano. Y la plaza de Las Ventas la gestiona un lúcido empresario francés, Simón Casas. La tauromaquia es mediterránea y trasatlántica. Y españolísima, pero no como una canción de Manolo Escobar, sino como un reflejo cultural descarado y subversivo. El torero a pie nace como un desafío al aristócrata del caballo. Los toros son populares en la acepción más heterogénea y más abierta. Vincularlos a la derecha es tan ridículo como condenarlos desde la izquierda. O como amarlos o refutarlos desde el nacionalismo. La prohibición pionera de Cataluña sometía la tauromaquia a una contorsión identitaria. La españolidad condenaba su porvenir. Y constreñía a los aficionados catalanes a cruzar la frontera para asistir a las corridas en… Francia, como sucedía en los tiempos de los libros prohibidos y de las películas eróticas. De hecho, el problema de prohibir los toros no son los toros, sino la prohibición. Ha comenzado a arbitrarse en nombre del bienestar animal. Y del bienestar infantil, pues Iglesias quiere generalizar el impedimento del acceso a los menores de edad. Alejarlos de los templos del mal, de las madrasas, protegerlos de sus padres en una suerte de ‘pin taurino’ que se antoja moralista y sermonero.
El escándalo de los toros puede convertirse en su salvación. Tanto las sociedades se amaneran, edulcoran, infantilizan, estandarizan y amuerman, tanto resulta atractivo y provocador asomarse al vértigo que propone un acontecimiento transgresor y vanguardista. Lo decía Carmen Calvo, aunque no resulta desdeñable el porvenir de clandestinidad. Corridas de toros secretas, novilladas alevosas en una sociedad gobernada por la sumisión de los humanos a los gatitos.