JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS – EL CONFIDENCIAL – 23/07/17
· No les damos pena a esos catalanes cabreados; más bien al contrario. Les irritamos, seamos vascos, castellanos o los propios catalanes que, además, se sienten también compatriotas nuestros.
No es xenofobia. Tampoco racismo. La “pena” que los españoles suscitamos al nuevo responsable de los Mossos d’Escuadra, Pere Soler, es un desahogo supremacista. Los mejores catalanes, incluidos muchos nacionalistas, han trabajado intelectualmente para evitar esta deriva que conforma un complejo de superioridad sobre el resto de los españoles. Los años más fértiles del catalanismo político han tratado de y conseguido que ‘Los otros catalanes’ –título de la obra canónica de Francisco Candel que data de 1964– lo fueran plenamente. El independentismo ha causado muchos destrozos y, entre ellos, ha quebrado el esfuerzo de una parte del nacionalismo de apartarse de ese síndrome supremacista que es profundamente despectivo con el otro, con el diferente, estableciendo esa perversa dialéctica del ellos y el nosotros.
La expresión tuiteada de Pere Soler (“los españoles me dais pena”) no beneficia a la causa de la secesión de Cataluña y es otro error más de los muchos que están cometiendo cargos públicos de la Generalitat nombrados por Carles Puigdemont. La realidad es que los españoles no les damos ninguna pena a esos catalanes cabreados; por el contrario, les irritamos, seamos españoles vascos, castellanos, andaluces o… los propios catalanes que, además, se sienten también compatriotas nuestros y que resultan ser numerosísimos. Ocurre que los supremacistas –lo mismo que los excepcionalistas– deambulan en una constante frustración que les lleva a denigrar lo ajeno para imaginar paradigmáticamente lo propio.
Unos cuantos ejemplos ilustran esta impresión. El actual delegado de la Generalitat en Madrid, Ferrán Mascarell, ha escrito recientemente un libro titulado ‘Dos Estados’ (Arpa Editores, 2017) en el que considera al español como “fallido”, “cerrado” y “excluyente”, todo lo contrario de lo que sería Cataluña, inclusiva, “servidora” y “aspiracional”. Aconseja, por el bien de España tanto como por el de Cataluña, la constitución de dos Estados diferenciados que, además, se lleven de forma conciliadora y “colaborativa”. Lo que expone Mascarell es, en modo más sofisticado, algo muy similar a la metáfora de Miquel Lupiánez, alcalde de Blanes, según la cual Cataluña se parecería a Dinamarca y el sur de España al Magreb.
Jordi Pujol, que afirmó que “catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña”, tuvo unos antecedentes de intelectual supremacista verdaderamente preocupantes. Su descripción del “hombre andaluz”connotado de incoherencia, hambriento, culturalmente mísero e ignorante, que de ser mayoría en Cataluña “la destruiría”, tiene un parecido inquietante con los peores florilegios de Sabino Arana, fundador del nacionalismo vasco cuyas obras no se reeditan para evitar el escándalo. Resultarían política e ideológicamente pornográficas.
El historiador Ricardo García Cárcel –en frase ya célebre– ha escrito que “Cataluña está enferma de pasado”, y su colega Jordi Canal (Olot, Girona, 1964) profesor en la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales de París, y autor de una obra imprescindible (‘Historia mínima de Cataluña’, Editorial Turner, 2015) ha declarado que “ni Cataluña es una antigua nación, ni fue Estado, menos todavía un modelo de democracia en el siglo XVII e inicios de la centuria vigente”, una afirmación rebatida por una corriente muy potente de historiadores “patrióticos” que, en vez de redactar el pasado del Principado tal y como fue, han elaborado un relato de cómo debería haber sido.
Es preocupante que Soler, al frente de 17.000 ‘mossos’, sea un independentista del sector que milita en una visión supremacista de Cataluña.
Este gap entre lo que podría haber sido y no fue Cataluña constituye uno de los peores estragos causados por la historiografía romántica catalana, sean los autores de un signo o de otro, sea Ferran Soldevilla o Josep Fontana. En ese salto entre lo que pudo ser y no fue nace la Cataluña imaginada, la Ítaca hacia la que el independentismo pretende conducir a su pueblo, una travesía que impide un Estado “autoritario” (recuerden a Guardiola) de españoles que dan “pena”. La realidad es que nunca –ni antes ni ahora– el viento ha soplado de popa sobre el velamen del nacionalismo catalán con la fuerza suficiente como para impulsar ese viaje intentado tantas veces –desde 1640 por lo menos– y otras tantas fracasado.
Debe preocupar, naturalmente, que Pere Soler, al frente de 17.000 ‘mossos d´escuadra’, sea un independentista del sector que milita en una visión supremacista de Cataluña. Pero no debemos sentirnos ofendidos sino explicados como españoles –seamos de donde seamos– portadores escasamente responsables de las propias incapacidades de una parte de los catalanes, de una parte de Cataluña que no encuentra la paz consigo misma. Estamos ante el “català emprenyat”, expresión reverdecida por el colega Enric Juliana, y que se correspondería con el catalán cabreado, harto, molesto e incómodo y, además, enrabietado. Y que en ese estado de ánimo –al que a veces se ha contribuido desde fuera de Cataluña y con políticas y actitudes también irritantes– tira por la calle de en medio.
Pere Soler es un supremacista particularmente ‘emprenyat’ a quien hay que confiar que las responsabilidades que asume al frente de la policía de la Generalitat le mejoren los humores y le sobrevenga el sosiegoque le sirva para descubrir que no somos los españoles los que le damos pena, sino que su duelo tiene que ver con unos complejos que la mejor Cataluña democrática había superado y que, desafortunadamente, parecen haber vuelto a rebrotar. Él es un ejemplo de ello.
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS – EL CONFIDENCIAL – 23/07/17