IGNACIO VARELA-EL CONFIDENCIAL

  • Lo que casi todos recordamos con alegría lo evocan ellos como una decepción histórica, un obstáculo que entorpeció sus propósitos durante cuatro décadas

La movida en torno a la conmemoración del golpe del 23-F explica más sobre nuestro presente que sobre aquel pasado. Si se escucha o se lee con atención el texto que recitaron los portavoces del ultranacionalismo cavernario para explicar su boicot al acto oficial, se encuentran en él varias claves del disloque político que padece España.

Se descubre, por ejemplo, que ellos encuentran en la efeméride más motivo de lamento que de celebración. Lo explicaron con toda claridad: tras el 23-F, afirman, “se reforzaron y blindaron los pilares y valores del régimen establecido”, y ello permitió “salvar el régimen del 78 hasta nuestros días”. Repiten esa idea como una lamentable fatalidad, lo que demuestra hasta qué punto desearían retrospectivamente que el desenlace del golpe hubiera sido el opuesto.

La victoria de la Constitución en aquel instante crucial no fue, desde su perspectiva, una buena noticia. Lo que casi todos recordamos con alegría lo evocan ellos como una decepción histórica, un obstáculo que entorpeció sus propósitos durante cuatro décadas. El texto locoide que leyeron por turnos transpira la convicción de que contra Milans y Armada les hubiera ido mejor.

Tienen razón en eso. El fracaso del golpe fue extraordinariamente salutífero para la democracia constitucional y sus instituciones. A los españoles se les quitaron las dudas (ya entonces se comenzaba a hablar de ‘desencanto’) sobre el valor inmenso de la libertad. Se apreció más al Parlamento. El Rey adquirió una inusitada legitimidad de ejercicio, incluso entre los no monárquicos. Se aceleró la reforma del Ejército y su sometimiento definitivo al poder civil. Se nos abrieron las puertas de Europa. España quedó vacunada de virus cismáticos y quebradores de la convivencia… hasta ahora.

Los rufianes de hoy añoran el triunfo de aquel golpe porque con él no solo se habría ido al garete la Constitución, también se habría echado a perder, quizá para siempre, el proyecto de una España unida por la paz y no por la fuerza y reconciliada consigo misma. Son muy conscientes de que solo en tiempos de vesania colectiva tienen sus ideas probabilidad de prosperar; por eso, lo que los Tejeros no lograron entonces tratan ellos de provocarlo ahora.

En el universo de los aliados políticos de Sánchez, hay dos grupos: unos buscan abolir o desactivar en la práctica la Constitución para implantar otro modelo de Estado, y otros aspiran a hacer volar el Estado mismo. Dicho de otra forma, por un lado están los que quieren un régimen distinto para España, y por otro, los que no quieren que España siga existiendo, cualquiera que sea su régimen. Podría decirse que la vocación del socio podemita es políticamente destituyente, mientras la de los socios secesionistas es nacionalmente disolvente. Por eso, el libelo en el que estos deploran el desenlace del 23-F no habla de cambiar la monarquía parlamentaria por una república plebiscitaria, como hace Iglesias, sino de “la construcción de repúblicas [en plural] libres, independientes, soberanas y justas”. En todo caso, unos y otros encuentran en la circunstancia actual, 40 años más tarde, un escenario favorable para progresar en sus respectivos designios.

No es inocente ni casual el término elegido por los autores de esa proclama para definir su propósito: ruptura democrática. Es precisamente la expresión que usó la oposición antifranquista en 1975. Contiene dos ideas: no hay democracia en España y para alcanzarla se requiere una ruptura, un punto de quiebra que resulte irreversible. No sé si es más patético el intento de restaurar el escenario de hace 40 años o el esforzado voluntarismo de quienes se empeñan en ver signos de moderación (cuando no de “amor a España”, como deliró un día la Portavoz del Gobierno) donde solo hay furia destructiva, aunque unos quieran cobrar al contado y otros, más realistas, en cómodos plazos.

La principal diferencia entre los partidos nacionalistas de 1981 y los de ahora es que estos ya han consumado por su cuenta la ruptura y han abandonado todas las formas de lealtad institucional. No regresarán a ella hasta que comprueben, sin asomo de duda, que su proyecto es manifiestamente inviable. Pero demasiadas cosas en el ambiente les invitan a creer que lo que buscan es hoy más viable que nunca.

Esa es la gran culpa histórica de Pedro Sánchez: transformar El PSOE, que fue uno de los pilares del sistema (quizáS el más importante), en su principal falla tectónica en el momento más peligroso, cuando el Estado y la Constitución sufren el mayor asalto desde 1981. Y alentar las expectativas de los asaltantes a cambio de un dudoso salvoconducto para permanecer unos años en la Moncloa.

El camino razonable pasa por reabrir el espacio de la transversalidad, entendida como capacidad de entendimiento y concertación entre quienes creen tanto en la existencia de España como en la vigencia de la Constitución (que siguen siendo gran mayoría en la sociedad y en el Parlamento). No solo por instinto de supervivencia del sistema, sino porque esa fórmula es infinitamente superior para hacer frente con eficacia, en el marco de la Unión Europea, al triple desafío de la pandemia, la destrucción del tejido económico y social y la modernización inaplazable del aparato productivo.

Ello fue muy hacedero con el Parlamento que surgió de las elecciones de abril de 2019, que clamaba por una coalición de centro izquierda con mayoría absoluta. El sectarismo de Sánchez y la ceguera de Rivera se combinaron para hacerlo imposible, y ahora todo es mucho más difícil.

Es cierto que, mientras los enemigos del sistema y del país arrecian en su ofensiva, la derecha democrática está a por uvas y no es capaz de separar un minuto la mirada de su propio ombligo o de su vecino extremista. Pero la transversalidad es necesariamente un camino de doble dirección. No sirve de gran cosa exigir a Casado y Arrimadas que levanten su trinchera para ayudar al país si ello no se acompaña de una exigencia equivalente —si no más perentoria, dada su responsabilidad— para el presidente del Gobierno, que no da el menor síntoma de esperar otra cosa de la oposición que un acta de rendición incondicional… para seguir cultivando las mismas amistades peligrosas, esas que lamentan más que celebran que el 23-F ganaran los buenos.