Rubén Amón-El Confidencial
El medio ambiente ocupa la letra pequeña de nuestras inquietudes, muy por debajo del empleo, Cataluña, la corrupción, las pensiones, la educación o la inseguridad ciudadana
La política española se explica en el contexto comunitario. Es su hábitat, su espacio natural, aunque semejante identificación orgánica y atmosférica no contradice sus peculiaridades. Ninguna tan evidente como el problema territorial, la exposición al soberanismo. Y ninguna tan llamativa como la resistencia a los fenómenos del ecologismo y de la ultraderecha.
Al menos, hasta que la irrupción de Vox nos ha homologado con el oscurantismo continental. Ha engendrado Abascal un movimiento confesional, patriotero, nacionalista, xenófobo, entre cuyos rasgos también figura curiosamente el negacionismo del cambio climático. No hay en España un partido verde corpulento ni enjundioso, pero sí existe un partido ‘antiverde’, por mucho que sean verde la corbata y la boina de Ortega Smith en representación iconográfica de su bancada.
Es una manera de comprender el desarraigo de los partidos ecologistas. El principal, Equo, parece más bien un polizón en la nave de Podemos, cuya pulcritud ecologista, evidente en el discurso de Iglesias, no puede olvidar la sensibilidad a la clase minera ni a los currantes de las industrias contaminantes que Abascal aspira a reunir en su regazo.
Tiene interés el debate, porque Sánchez es el anfitrión accidental de la cumbre del clima y se ha atribuido la titularidad del discurso medioambiental
España carece de un partido verde fuerte. Sucede un fenómeno parecido en los países del sur de Europa. Y no ocurre en aquellos otros Estados septentrionales del continente cuyas siglas medioambientales surgieron en la inercia del 68 como reacción al monstruo de la energía nuclear.
No ha irrumpido en España un líder carismático capaz de erigirse en caudillo —el caso de Hulot en Francia— ni ha cuajado una iniciativa homogénea, bien porque el Pacma —un partido mucho más animalista que ecologista— dispersa sus votantes —226.000 el 10-N— en la perversión del sistema electoral, bien porque el mensaje medioambiental se reconoce transversalmente. PSOE y Podemos rivalizan por adjudicárselo, pero tanto Ciudadanos como el PP alojan en sus programas las inquietudes del cambio climático. De hecho, Pablo Casado representa un relevo generacional y cultural que desbanca la frivolidad de Mariano Rajoy en asuntos verdes: “Un primo mío que es catedrático de Física en Sevilla me ha dicho que lo del cambio climático no es para tanto”.
La incredulidad hacia la ciencia ha terminado ridiculizando las posiciones de Aznar y de Rajoy, pero llama la atención el sesgo ideológico con que se interpreta y se vota la amenaza del termómetro. El ecologismo es de izquierdas. Y el negacionismo, de derechas. Se trata de una simplificación, pero queda asombrosamente reflejada en el amor y el odio que engendra Greta Thunberg. O en el megáfono mitinero de Javier Bardem.
Igual que la Educación y el Empleo, la política medioambiental debería concebirse como un espacio de consenso y como una cuestión de Estado. Más todavía cuando las evidencias demoscópicas y los programas políticos no la observan como un campo de batalla electoral o electoralista.
Que se lo digan a Íñigo Errejón. Se postulaba el líder de Más País como el emblema del ecologismo urbanita. En ausencia de un partido verde poderoso, Errejón aspiraba a atraer a los votantes sensibles. Proliferan los jóvenes. Son los más preocupados y los más activistas, hasta el extremo de haber convertido el ambientalismo y el animalismo en la bandera que los diferencia de las demás generaciones, pero el fracaso de Más País demuestra que no han observado en Errejón las cualidades del flautista de Hamelin.