JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • La referencia del lehendakari a la fecha de 1839 ha sido tomada por toda la oposición como si fuera una ocurrencia sin fundamento alguno en la Constitución

Las erupciones volcánicas suelen llegar precedidas de lo que los científicos han dado en llamar, con logrado sintagma, enjambres sísmicos. De esto me he enterado, como ustedes se habrán maliciado, estos últimos días. No pretendo hablar, sin embargo, del desastre natural que se ha ensañado con la isla de La Palma. Sólo quiero servirme del sintagma como metáfora de lo que está anunciándose en la política vasca. Y es que la exposición que el lehendakari hizo, en el debate de política general, de su propuesta para la actualización del autogobierno amenaza con provocar un enjambre sísmico que anuncia la erupción de exaltadas discusiones que cubrirán, con la inexorable lentitud de la lava, lo que queda de legislatura.

Era previsible que, después del parón por la pandemia, tocaría retomar la gran cuestión pendiente de la legislatura pasada. Aquel acuerdo que, aunque plagado de votos particulares, con tanto ahínco lograron tejer los expertos designados por PNV, PSE y Elkarrekin Podemos, en sustitución del inviable pactado entre los jeltzales y EH Bildu, no podía quedar en el cajón como testimonio de la impotencia del Parlamento. Menos en unos momentos que, entre la presión catalana y la debilidad gubernamental, parecían propicios para que el nacionalismo vasco volviera a poner sobre la mesa, con mayor esperanza de éxito, la eterna cuestión territorial desde su propia perspectiva.

Mal le sentó a la oposición la referencia que el lehendakari hizo en su discurso a la historia y, en concreto, al año 1839. Con escándalo farisaico unos y juvenil ignorancia otros, todos reaccionaron como si Urkullu se hubiera sacado de la manga un as que no se hallaba en la baraja. De antigualla anacrónica la tacharon de consuno, acusando al lehendakari de retrotraernos nada menos que dos siglos en la historia. Nadie recordó que esa referencia encuentra motivo expreso de mención en la Constitución y que, si no ha de considerarse -como hiciera Txiki Benegas con ella y con la adicional única del Estatuto- «retórica caducada», para algo servirá más allá que para recitarla como mantra o desecharla como estorbo. No es la Constitución lugar para jugar con cláusulas vanas.

De hecho, la disposición que incluye la definitiva derogación, «en tanto en cuanto pudiera conservar alguna vigencia», de la ley de 25 de octubre de 1839, junto con la de 21 de julio de 1876, trata de satisfacer una reivindicación que el PNV planteó en el debate constitucional. Conviene recordar a este respecto que, en la Asamblea de Iruña de 1977, el partido jeltzale decidió adentrarse en la Transición, no por la vía de la autodeterminación -que Arzalluz rechazaría en el debate constitucional como «virguería marxista» contra lo defendido por Ortzi en nombre de EIA-EE-, sino por la de la «plena reintegración foral», que era, desde la crisis de 1906, el punto de confluencia que habría de mantener el equilibrio entre la corriente rupturista, que se reclamaba sabiniana, y la pactista euskalerríaca que desde siempre han hecho oscilar el péndulo del PNV. A tal reivindicación jeltzale es a lo que responde el constituyente en busca de, cuando menos, la abstención no beligerante del PNV en el voto del texto constitucional, que, de no haber mediado la enfermedad y muerte de Juan de Ajuriaguerra, bien podría haber sido, con el probable apoyo de Arzalluz, crítica aprobación.

Ahora bien, cómo volver a antes de 1839 y en qué consiste la «reintegración foral plena» son preguntas que nadie, ni siquiera el tan brillante como voluntarioso Herrero de Miñón, con Jellinek y sus «fragmentos de Estado», ha sabido responder. Se trata de una vuelta que no tiene Ítaca, que sería, para el PNV, algún tipo de confederación de difícil encaje constitucional y problemática aceptación por el sentir general que se ha instalado en el Estado. La historia, no la ley, ha derogado un estado de cosas de modo irreversible. Obcecarse, pues, con ello provocaría un enjambre sísmico anunciador de incontrolables erupciones. Más útil sería que, dejando de lado interpretaciones historicistas de sesgo partidista y de dudosa solvencia, se buscara lo que más una o menos separe en servicio a una sociedad que, además de plural, se ha hecho rabiosamente pragmática. No es, en todo caso, merecedor de escarnio hipócrita e ignorante el empeño que constituyentes y jeltzales en su día hicieron -y ahora evoca el lehendakari- por recorrer juntos un camino que el paso del tiempo parece haber revelado impracticable. Seguro que habrá otros, y aquel fallido quizá pueda ayudar a encontrarlos. De algo habría servido.