Predilectísimo

Ignacio Camacho-ABC

Burgos siempre ha sido un andaluz predilecto. Desde el día en que se rebeló contra el tópico del conformismo plañidero

A principios de los años setenta, cuando la democracia apenas era una esperanza lejanamente presentida y el Estado de las Autonomías no estaba siquiera en la cabeza de Manuel Clavero, un libro llamado «Andalucía ¿tercer mundo?» hizo de despertador intelectual de una vaga conciencia regionalista y reformadora en la tierra del quejío y el subdesarrollo. El andalucismo era entonces un remoto eco sentimental del sueño visionario de Blas Infante que aleteaba en los escritos del médico José María Osuna y en algunos grupos de la clandestinidad política; una década más tarde había cristalizado en una oleada popular, mezcla de rebeldía y agravio, que a través del referéndum de febrero de 1980 cambió el modelo constitucional de España pactado con el

nacionalismo catalán y vasco. Han tenido que pasar cuarenta años para que la Andalucía oficial, hoy transformada en un poderoso aparato institucional y burocrático, reconozca con el nombramiento de hijo predilecto al escritor sevillano que intuyó en aquella obra pionera la necesidad de una revolución burguesa que sacara a su tierra del atraso y del desencanto.

En este tiempo, Antonio Burgos se ha convertido en un clásico. Maestro del articulismo, conservador en jefe del patrimonio inmaterial e íntimo de la Sevilla de Cernuda o Montesinos, fustigador de la mediocridad estética y ética, polemista combativo, detector infalible de modas necias y de fraudes lingüísticos, dueño de los más intensos registros de la melancolía por los paraísos emocionales destruidos o por la desolación de los murubianos cielos que perdimos. Andaluz profundo a fuer de sevillano fino y frío y de gaditano vocacional espejado en habaneras de salero y negritos. Narraluz de la novela social, ensayista, antólogo, biógrafo esencial de Valderrama y Curro Romero; monárquico de la primera hora, liberal (de la Pepa) convicto y confeso; periodista siempre, de la raza y la sangre del periodismo eterno: infatigable en el esfuerzo, certero en el juicio, independiente en el criterio. Demasiado libre para los que malversaron la autonomía que él ayudó a forjar cuando hacerlo suponía un verdadero riesgo, un compromiso de honestidad que jamás asumieron los latifundistas del poder, los caciques del saqueo.

A diferencia del poema de Neruda, Burgos sí es el mismo de entonces y lo puede seguir siendo porque no le debe nada a nadie, porque en esta larga etapa de apostasías, chaqueteos y deslealtades jamás ha puesto en alquiler ni en venta su mirada insobornable. Porque ya no necesita más honores morales que el de saber, como sabe, que en el periodismo siempre llega una tarde en la que redactar la esquela civil de cualquier diosecillo arrogante. Predilecto, de los lectores, lo es desde aquel momento en que rasgó las cortinas del silencio para gritar que Andalucía estaba harta de tópicos plañideros y quería un sitio propio en un país nuevo.