Pedro García Cuartango-ABC
- El virus ha puesto delante de nuestros ojos la fragilidad del hombre y, por decirlo con palabras de Heidegger, su contingencia
Sí, el tiempo. Siempre el tiempo. En este verano que se acaba, en los atardeceres rojos de Baiona, en los surcos del viento sobre el mar. No puedo desprenderme de esa sensación de fugacidad que impregna el final de las vacaciones.
Hace unos días, me llegaba la noticia de la muerte de Nacho Moreno, compañero de fatigas durante muchos años en ‘El Mundo’. Era un poco más joven que yo y tenía mucho más sentido del humor. Recuerdo que me explicó hace casi dos décadas por qué quería dejar el periodismo y retirarse a Cádiz.
El fallecimiento de Nacho me ha llevado a retroceder 30 años, cuando no existían internet ni las redes sociales, la gente leía periódicos de papel y todavía se podía fumar en los bares. Todo eso ha desaparecido y nos parece extrañamente lejano en el tiempo, como si lo hubiéramos soñado.
Y es que, al superar la barrera de los 65 años, todo empieza a parecer una ensoñación: desde la infancia a las vacaciones. El tiempo se achica y se encoge y el pasado se confunde con el presente, creando una sensación de que la vida es un espejismo.
A una determinada edad, resulta muy difícil reconciliarse con el implacable paso de los años, que empiezan a caer de forma vertiginosa. Ya decía Henri Bergson que el tiempo es pura duración subjetiva. Cuando somos niños las horas parecen interminables y ahora pasan en un abrir y cerrar de ojos.
Esta noción bergsoniana nos resulta mucho más real que las abstracciones de Einstein sobre la curvatura del tiempo y el espacio, que pueden ser realidades cósmicas pero que no significan nada a nivel personal.
Esto lo puedo constatar mientras observo la bahía desde mi terraza. Ahora flota sobre el océano un banco de niebla que oculta las montañas vecinas mientras el sol despunta por el horizonte. Es un momento, un instante que sólo un pintor impresionista podría captar con sus pinceles en un lienzo.
Éstas han sido unas vacaciones extrañas, marcadas por las ausencias y la presencia permanente de un virus que ha cambiado nuestra forma de relacionarnos. Y también nuestra percepción del tiempo que ahora medimos por las fases de la pandemia. Hay un mundo antes y después.
El virus ha puesto delante de nuestros ojos la fragilidad del hombre y, por decirlo con palabras de Heidegger, su contingencia. Somos seres arrojados al mundo, sumidos en la perplejidad que generan unos acontecimientos que no controlamos. El futuro es cada vez más imprevisible y el presente, más volátil.
Solo nos queda apurar estos últimos días de las vacaciones y mirar las miles de luces de la bahía de Baiona, que siempre me sugieren que al otro lado hay alguien que ve mi ventana como un punto luminoso en la noche. Al acabar esta columna, el sol ilumina el horizonte y se empiezan a escuchar los primeros sonidos del día. Todo lo escrito es ya pretérito imperfecto.