JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • La banalidad ministerial disfrazada de discurso verde ignora el éxito del sector agrícola y ganadero en la producción y suministro de alimentos de alta calidad

A estas alturas del año, y eso que apenas llevamos una semana, el asunto del ministro de Consumo, Alberto Garzón, puede parecer ya suficientemente comentado. Sin embargo, creo que los ecos de sus frívolas afirmaciones en la entrevista a ‘The Guardian’ van seguir teniendo eco. No sólo porque el Partido Popular, junto con el presidente de Aragón, Manuel Lambán, pidan su dimisión a falta del cese que debería haber sido dictado por el presidente Sánchez, sino porque ahora los defensores de las dañinas sinsorgadas del ministro están en la contraofensiva, lo que promete una sucesión de expresiones en apoyo de Garzón que pueden acercarse a aquello de los gallos violadores de gallinas.

Alberto Garzón es comunista. Es más, perpetró un libro para explicar por qué lo era aunque nadie encontrará en sus escritos ninguna razón para serlo que no hay sido desmentida por la historia del propio comunismo que reivindica. Lo que sí dejó claro es que él era un comunista «de verdad», no como aquellos flojos que con Santiago Carrillo a la cabeza colaboraron para hacer posible la Transición. Por eso sorprende que un comunista «de verdad» rechace la producción industrial de carne. Seguro que Garzón sabe de la importancia que en los regímenes comunistas se daba al cumplimiento de las cuotas de producción que el partido asignaba -ya sabemos con qué éxito-, fueran éstas cuotas de zapatos, tractores, trigo o clavos. Y seguro que como buen comunista sigue considerando preferible una economía centralizada que combine la ineficacia y la corrupción en las dosis letales en que lo hizo el comunismo soviético, que solo remediaba su fracaso con la represión masiva.

En las economías libres, sin embargo, las cosas han funcionado de otra manera y aunque el sector agrícola y ganadero no sea la mejor expresión de un mercado abierto y absorba muchos recursos en su apoyo, lo cierto es que su éxito en la producción y suministro de alimentos de alta calidad a toda la población a precios asequibles es un logro que sólo la banalidad ministerial disfrazada de discurso verde puede pasar por alto.

Algunos dicen que el ministro ha abierto un debate necesario. Es una pura falacia. El verdadero debate es que la capacidad de producción intensiva, en este caso de carne, ha hecho posible el consumo de proteína animal a todos los sectores de la población y eso sí que es verdaderamente revolucionario en términos históricos. El pollo hace tiempo que dejó de ser un producto de lujo reservado a las comidas de los domingos, ya no hace falta ir tirando de la matanza para consumir cerdo y, aunque el solomillo no esté al alcance de todos, la gente puede comer carne de vacuno, incluida la hamburguesa, sin que sea necesario ahorrar para una fiesta.

Sí, los pollos criados en libertad son más sabrosos y el cerdo ibérico criado en las dehesas a base de bellota y las reses con tratamiento personalizado, otro tanto. Lo que no se dice en este supuesto debate es el coste que esta especie de ganadería artesanal que se predica tendría para los consumidores a quienes sí preocupan los precios cuando van a la compra, no a la tienda de ‘«delicatesen’

¿A qué viene entonces esa fijación con la producción intensiva que ha permitido la disponibilidad generaliza de buena proteína? A lo que conduce esa atolondrada competición por aparecer como el más verde de los verdes es a que el consumidor no sólo pague precios más altos -el que pueda- sino que, como contribuyente. tenga que subvencionar en mayor medida esas explotaciones.

El modelo de ciudadano-consumidor que se quiere imponer como el ideal medioambiental no puede alejarse del ciudadano-consumidor real que empieza a barruntarse que la transición ecológica genera costes que van a recaer sobre él de manera desproporcionada.

El debate sobre la Política Agrícola Común (PAC) ha puesto de manifiesto una preocupante tendencia a culpar al sector agrícola y ganadero de los problemas medioambientales a los que nos enfrentamos. Es una tendencia en el discurso y en la regulación que compromete el futuro de estas empresas y anticipa una subida general de los costes que tendrán repercusión inmediata en los precios. La pandemia fue una buena prueba de hasta qué punto este sector sigue ejerciendo un impacto económico y social que nada tiene que ver con las ocurrencias de un ministro.