ABC-IGNACIO CAMACHO

Bajo el escándalo de las tarjetas está el sistema clientelar que ha degradado la autonomía a un marasmo de corruptelas

SE llama clientelismo a una estructura de poder basada en la construcción de redes –institucionales, políticas, sociales– de dependencia. Famosa desde el caciquismo de la Restauración, el vigente modelo autonómico la ha reproducido a su manera, utilizando el Estado de bienestar como mecanismo de reparto discrecional de recursos y prebendas. En Andalucía, la larga hegemonía socialista ha creado un denso tejido de intereses que eleva al grado máximo ese sistema, permeabilizando desde la Administración a los sindicatos, las empresas, las universidades, los estamentos de la sociedad civil y hasta las cofradías o las peñas flamencas, beneficiarios todos, en mayor o medida, de las transferencias directas de renta. En cierto modo ha procurado una relativa estabilidad entre las clases bajas y medias, pero también ha condenado a la región a un estancamiento productivo y a un bajo índice de desarrollo y de riqueza. Y sobre todo ha degradado la política a un marasmo de venalidades, enchufes y corruptelas que afloran en vergonzosas secuencias como las de los ERE, los fondos de formación o la reciente de las tarjetas que sufragaban noches de puticlubs y otras juergas.

Treinta mil euros gastados en locales de alterne son una bicoca para la oposición en plena campaña, pero el caso de la fundación Faffe representa mucho más que eso. Se trata de otro entramado encubierto –uno más– del método extractivo con que el régimen andaluz ha esquilmado el presupuesto. Contratos irregulares o fraudulentos, amiguismo partidista, falsos funcionarios y subvenciones fantasmas con cargo –como los ERE– a las inmensas partidas de fomento del empleo. Una hipertrofiada carcasa administrativa, inútil en su funcionamiento, para camuflar el tráfico de favores y el reclutamiento de personal afecto. Un artefacto de poder paralelo que, como tantos más, habría pasado inadvertido sin el detalle escabroso del putiferio.

De los 36 años que el PSOE lleva gobernando en Andalucía, Susana Díaz sólo ha sido presidenta en los últimos cinco. Eso la exime de responsabilidades directas en los asuntos bajo escrutinio, ocurridos durante las etapas de Chaves y Griñán, pero no del usufructo tardío del lucro político que han proporcionado a su partido. En las elecciones de diciembre no se juzga tanto la gestión del susanismo como la continuidad de una supremacía que lleva algún tiempo ofreciendo síntomas de falta de oxígeno. El secreto principal, aunque no el único, de esa longevidad consiste en la derrama subterfugial de beneficios muchas veces pequeños en su cuantía pero persistentes y fluidos. Los otros factores claves de este anómalo monocultivo son la resignación social y la reiterada incomparecencia de una oposición incapaz de romper el círculo vicioso de la falta de estímulos. Y un escándalo cada víspera electoral tal vez sea poca herramienta para sacudir tanto conformismo.