Ignacio Varela-El Confidencial
- Putin ganará esta guerra porque es imposible evitar materialmente que se quede con Ucrania sin provocar el apocalipsis nuclear. A partir de ahí, debemos conseguir que pierda la posguerra
Escuchemos a Biden: “No libraremos una guerra sobre el terreno en Ucrania, pero defenderemos cada centímetro del territorio OTAN: si hace un solo movimiento, está garantizado que responderemos, y eso será la Tercera Guerra Mundial”.
El mensaje, claramente dirigido al gorila ruso, está medido al milímetro y, dentro de su aparente firmeza, contiene a la vez una concesión y una advertencia. La concesión, obviamente, es Ucrania. La advertencia comienza, como muy expresivamente señala el presidente norteamericano, un centímetro más acá del territorio de la OTAN (al que hay que añadir algún país que no forma parte de ella, pero sí de la Unión Europea, como Finlandia).
La traducción del mensaje es inequívoca: te vas a quedar con Ucrania porque nos tienes cogidos por el cuello con tu arsenal nuclear. Pero ese es todo el precio que estamos dispuestos a pagar. Si te envalentonas y das un solo paso más, activaremos el nuestro y no nos quedará a ninguno nada que conquistar salvo el infierno. Le faltó añadir: a partir de ahora vamos a hacerte la vida imposible para que Ucrania sea tu pesadilla durante el resto de tu vida. Afganistán en el recuerdo de unos y otros.
Escuchemos a Pedro Sánchez con su entrevistador de cabecera: “Es importante parar los pies a Putin ahora, en Ucrania. El compromiso es que no habrá tropas de la OTAN sobre el terreno en Ucrania, pero defenderemos las fronteras de la OTAN y de la Unión Europea”.
Mismo mensaje, palabras muy parecidas. Sánchez resulta mejor cuando se lo dictan. De hecho, supongo que la entrevista —por lo demás, repleta de vacuidades— se hizo precisamente para que la nueva embajadora pueda reportar a Washington: “Spanish president, ok”. Falta muy poco para la cumbre de la OTAN en Madrid y ya se sabe cómo son los yanquis: cualquier garantía es poca para ellos, sobre todo cuando uno pasea por casa con el amigo del enemigo.
Occidente se ha resignado a entregar Ucrania al ruso, con todo lo que ello significa. La Tercera Guerra Mundial ya no depende de lo que allí suceda, sino de lo que ocurra cuando la invasión se complete y Putin pretenda proseguir su aventura imperialista. Una vez que el tirano termine de adueñarse de Ucrania, el conglomerado resultante tendrá fronteras con ocho países de la OTAN y/o de la Unión Europea. Esa es la raya que hoy separa una guerra de una hecatombe irreversible.
Putin también lo sabe. Sabe que no podemos impedirle ganar la guerra y anexionarse Ucrania, pero que corre el riesgo de perder la posguerra y quedarse empantanado en la tierra que robó a sangre y fuego. Por eso ha convertido una guerra de ocupación en una guerra terrorista y a continuación vendrá una guerra de exterminio. A Putin no le interesa nada de Ucrania, salvo el territorio: solo quiere clavar allí la bandera, como lo hicieron Armstrong y Aldrin en 1969. Si, como ellos, lo que conquista es un paisaje lunar, tanto mejor: cuantos menos ucranianos queden vivos para someter al invasor a una resistencia armada prolongada durante años, menos problemas. La mejor forma de evitar un nuevo Afganistán es repetir el modelo de Grozni y Alepo: allí no quedaron nativos que pudieran coger un fusil ni edificios en pie en los que guarecerse.
La fase terrorista de la guerra, que es la actual, busca que sea la Europa civilizada la que se atragante con la posguerra. Para ello, nada mejor que lanzar una bomba demográfica sobre los delicados estómagos de las apoltronadas sociedades europeas y sus gobiernos. O todos lo hacemos todo muy bien (lo que no es nada sencillo, no recuerdo si ya lo había dicho) o es cuestión de pocas semanas que la digestión de cinco millones de refugiados nos empiece a pesar, aparezcan las tensiones y la emocionada solidaridad actual se convierta en un runrún de malestares cada vez más turbulento, de esos que ponen de los nervios a los gobiernos en vísperas de elecciones.
O hay pruebas palpables a corto plazo del desgaste de Putin, o no tardaremos en escuchar a algún dirigente del nacionalpopulismo preguntar en voz alta qué se nos ha perdido a nosotros en Ucrania y por qué tenemos que pagar los platos rotos de una guerra que no es nuestra. El propio Abascal sería un buen candidato para abrir ese melón, ya que Le Pen está en campaña.
Eso, por no hablar de la inflación. Lo malo que tiene el embuste de Sánchez de asociar todos los males económicos de España a la guerra de Ucrania es que, más pronto que tarde, alguien le tomará la palabra y le exigirá que se desvincule de esa maldita guerra para defender el pan de nuestros hijos. En el fondo, es lo que vienen haciendo desde el primer día sus ministras podemitas. Te lo dijimos, Pedro, que no te metieras en ese lío y te mantuvieras en lo de las vías diplomáticas, que queda tan mono y progresista y además tranquiliza las conciencias. Ahora, a ver cómo le explicas al personal que lo del litro de gasolina a millón, los apagones, los productos racionados y el BCE cortando el grifo de la pasta gansa no es solo por lo de Ucrania.
Sí, es posible lograr que Putin y los ‘hijos de putin‘ pierdan la posguerra. Pero para eso nos hacen falta dos cosas que no abundan en esta parte del mundo: constancia para mantener la presión en todo lo alto, cueste lo que cueste —incluida la ayuda irrestricta a la resistencia— y paciencia para esperar los resultados. En resumen, saber sufrir, que es lo que hemos olvidado y lo que Putin jamás permite que los suyos olviden. Si, además, por el camino aprendiéramos también a votar sensatamente, ya sería la mundial.