JOSÉ IGNACIO CALLEJA – Profesor de Moral Social Cristiana, EL CORREO – 29/12/14
· La solidaridad no sustituye a la justicia, sino que la acompaña reclamando más y más humanidad en la interpretación de la ley común.
No sé qué me ocurre, doctor. Cuando veo cómo maniobra el Gobierno para librarse de la Justicia en los casos que le afectan a las claras, me sublevo internamente y me digo «a estos, ni agua». Otro tanto me provocan los órganos rectores de los jueces cuando los percibo moldeados y horneados por la pertenencia política de sus miembros, y me digo «con estos no hay salida». Cuando veo a Pablo Iglesias con esa sonrisa vengadora que le dedica al interlocutor al final de sus respuestas, me digo «este tiene más peligro que un mal portero de discoteca». Y cuando veo al honorable Mas, por no hacer interminable la lista, diciendo que le mueve la solidaridad y que procederá con sigilo y astucia en sus pasos políticos, me digo «este es un tratante de los que en mi niñez vendían por los pueblos burros acabados». Podría seguir con una docena de ejemplos, doctor, pero para qué, si van a ser más de lo mismo. ¡Fíjese que ahora se confirma que Ibarretxe fue un bendito haciendo política a cara descubierta! En fin, usted comprenderá que me sienta confundido.
Como no compito con ellos –no sabría ni podría, lo reconozco– vuelvo con desazón a preguntarme qué esperar, sobre todo qué esperar. Porque hacer algo y bien tiene mucho que ver con qué esperamos hacer. Aquello que uno espera hay que pasarlo por la realidad, cierto, pero si no esperamos nada, la realidad no puede ser sino más de lo mismo. Esperar es fundamental. En el cristianismo –pongo por caso una religión– hay estudiosos que consideran que el problema fundamental es que casi nadie espera algo nuevo; que nos hemos habituado a la realidad cotidiana y que muy pocos esperan novedad alguna al decir «es Navidad, Jesús ha nacido, o «es Pascua, ha resucitado». Nadie espera ya nada –dicen esos teólogos– y, por tanto, nadie se implica en serio, jugándose el tipo. Yo creo que esos estudiosos o teólogos cristianos exageran, pero hay en ello una interpelación verdadera. Lo tomo como una analogía de la vida social.
Esperar es una virtud laica y política donde las haya. Esperar con el realismo lo que cada uno queremos y nos debemos, esperar algo de este país, de sus pueblos y de sus gentes, está mucho más al fondo que cualquier otra cuestión. Esto es lo que hay que recuperar como el cosido de un proyecto común. Si decidimos presos del hartazgo, pero sin esperar nada, es como jugárselo todo a los dados, y nadie decidiría de este modo quién le opera a vida o muerte. Si decidimos ebrios de identidad nacional, pero sin esperar nada en común, es como buscar un triunfo deportivo por todos lo medios, pero nadie confundiría ese triunfo con la satisfacción de una sociedad justa e incluyente. Si decidimos para probar y dar una lección a los contrarios, pero sin esperar nada, es como tener una reyerta de taberna, en una noche de copas, y volver a casa menos magullado que los otros, pero igual de bebido y sin esperar nada.
Esperar algo y aclarar qué esperamos como sociedad de pueblos y Estado común –ésta es la realidad política española que tengo delante– exige definir el bien común y hacerlo como equilibrio de justicia y solidaridad. En moral social decimos que la solidaridad no sustituye a la justicia, sino que tiene en ella su primer camino y su medida mínima; por tanto, nadie puede dar en solidaridad lo que debe en justicia. La solidaridad, así, no sustituye a la justicia, sino que la acompaña reclamando más y más humanidad en la interpretación de la ley común; cuando esto sucede, sólo cuando esto sucede, la solidaridad debe desbordar a la justicia, dando a los más débiles y pobres aquello que la justicia todavía no exige, o quizá no le corresponda. Si alguna vez sustituye a la justicia ¡y la justicia en nuestra sociedad falla tanto!, la solidaridad no puede echarse a un lado, pero denunciará que estamos dando en solidaridad o caridad lo que debemos en justicia. La denuncia es consustancial con la solidaridad cuando ella sustituye a la justicia frente a la injusticia pura y dura. E injusticia pura y dura es lo que estamos padeciendo en la salida de la crisis.
Esperar, además, exige algo más personal que esta mirada a los conceptos; requiere pensar en qué espero yo y qué debo hacer para que en mi espera quepan los otros, y particularmente, quepan y se vean acogidos los más vulnerables y débiles de mi sociedad; y sobre todo, los que no han conocido en su niñez unas oportunidades reales de vida digna. Si no puedo responder a esta pregunta de moral política, si no espero en serio algo justo desde ese fondo, no hay manera de dar por buena una democracia, un país o una nación. No hay manera, porque si los últimos y más pobres –con su esfuerzo, desde luego– no pasan al centro de la espera, la democracia es un artificio que nos asegura no matarnos (pronto), pero no veo cómo lograr algo sin meternos miedo. No me gusta.
Estoy diciendo que esperar algo y justo, el bien común justo, es más valioso y duradero que el mismo miedo, para rehacernos como sociedad de pueblos y Estado. Claro que Maquiavelo lo enseñó, y cualquiera lo tiene comprobado: si los corruptos y los más injustos en el uso de lo común o propio no se avienen a esperar un futuro social –con las víctimas en el fiel de la balanza como clave innegociable–, una democracia raquítica no podrá ser por mucho tiempo el muro de contención que los proteja con sus tarjetas opacas y sus bonos millonarios por despido. Urge esperar algo más justo para corregir ya lo peor.
JOSÉ IGNACIO CALLEJA PROFESOR DE MORAL SOCIAL CRISTIANA, EL CORREO – 29/12/14