QUE SE QUEDE ALLÍ

IGNACIO CAMACHO-ABC

Este país tiene una deuda pendiente consigo mismo: la de evitar que el golpe contra su convivencia quede sin castigo

QUE se quede allí. Que no venga, que no lo traigan, que lo dejen vagar por ese espacio de evasión que él llama exilio. Que permanezca en Alemania con el estigma de un fugitivo. Que siga paseando por Europa como un fantasma político, hasta que a base de repetición baldía se extinga el eco de su paranoia e incluso los más proclives a su causa se cansen de su delirio. Que continúe dando la matraca por ahí lejos, bajo ese cielo gris y esos inviernos aburridos, mientras dure el dinero de sus pagafantas y amigos. Que se instale en la nostalgia errante de su falso mito, que se refugie en los pliegues de un limbo jurídico. Pero si vuelve, que sepa que ha de llegar esposado y detenido para responder como todos los demás por los mismos delitos. Y que de otro modo nunca podrá regresar hasta que la acusación haya prescrito.

No cabe duda de que la operación de la euroorden ha fracasado. Otro éxito de los gobernantes que blasonaron –¿de quién dependía en esas fechas el CNI?– de tener controlado todo el conflicto separatista y de que Alemania era la nación idónea para detener al fugado. Una Audiencia regional –¿quién ignoró que Schleswig-Holstein mantiene tensiones territoriales históricas?– se ha permitido desdeñar la reclamación del Tribunal Supremo de otro Estado. No queda más remedio que encajar el varapalo. Pero la máxima instancia de la justicia española no se puede resignar a que una corte extranjera de menor rango le condicione o le rehaga un sumario. La presencia de Puigdemont en el banquillo, con una imputación de menos relevancia y peso que la del resto de los procesados, quebraría el principio de igualdad ante la ley y establecería un lacerante agravio.

Así que sólo quedan dos salidas concretas. Una consiste en aceptar la extradición con todas sus consecuencias. El acusado podría restituir el dinero de la presunta malversación y rebajar significativamente su pena, además de quedar en libertad provisional, recuperar su recién suspendida acta de diputado y forzar a su valido Torra a devolverle la Presidencia. Casi habría que pedirle perdón por las molestias. La otra opción es la de rechazar la entrega, retirar la orden y esperar a ver quién tiene más paciencia, sin perjuicio de apelar simultáneamente a la jurisdicción europea. Este parece el criterio del juez Llarena, y era también el de la Fiscalía antes de que el Gobierno de Sánchez nombrase a una titular nueva. Porque en las últimas semanas, la posibilidad –o la sospecha– de un pacto de reducción de condena para los líderes imputados ha tomado cuerpo entre los abogados de sus defensas.

Lo que está en juego es algo tan grave como la impunidad de los golpistas que pusieron la unidad de España en peligro. Y este país tiene al respecto una deuda pendiente consigo mismo: la de asegurarse que el intento de quebrantar su Constitución y alterar su convivencia no quede sin castigo.