FERNANDO SAVATER, EL CORREO – 26/10/14
· El soporte de la alianza política en democracia es el fundamento legal compartido y no los etnos que se basan en requisitos genealógicos o tradicionalistas.
Una de las muestras más indudables de la honradez intelectual de Spinoza es que en cada capítulo de su ‘Ética’ procura previamente definir los principales términos que va a manejar en él, algunos tan litigiosos como ‘Dios’, ‘Naturaleza’, ‘causa’, ‘idea’, etc… De ese modo el lector puede compartir o no sus argumentaciones, pero al menos sabe a qué se refiere precisamente cada una de ellas. No sería malo que en nuestras polémicas sobre ciudadanía, identidades nacionales, autogobierno, etc… los contrincantes aclarasen del mismo modo algunos términos recurrentes como ‘vasco’, ‘catalán’, ‘español’, ‘pueblo’, ‘ciudadano’ y otros no menos frecuentados. Porque se dan por obvios y sabidos, cuando en realidad ocultan campos semánticos muy diferentes. Cuando oímos al gerente de unos grandes almacenes asegurar que su ‘filosofía’ de ventas es tal o cual, algunos quisiéramos que se aclarase que en ese contexto la palabra ‘filosofía’ poco tiene que ver con lo que hicieron Aristóteles o Kant. Pues lo mismo ocurre con otras voces que se emplean con idéntico desenfado pero dan lugar a malentendidos políticos de alcance mucho mayor.
El principal es confundir el significado de esos términos según se apliquen desde un punto de vista genealógico, cultural o según la perspectiva política. Es indudable que podemos hablar de vascos o catalanes, por ejemplo, según su estirpe familiar: los famosos ocho apellidos, más o menos, que últimamente han dado lugar a versiones cinematográficas humorísticas. También hay vascos o catalanes (y andaluces, gallegos, extremeños…) de acuerdo con sus costumbres, su lengua materna, ciertos aspectos de su forma de vida, su lugar de nacimiento o sus principales identificaciones simbólicas.
Y por supuesto existen con gran frecuencia combinaciones bastante complejas de varios de estos elementos en una misma persona: nace en un lugar de padres llegados de lejos, se traslada a otro por razones de trabajo o de amores, siente entusiasmo por formas gastronómicas o rituales religiosos ajenos a su infancia, aprende una nueva lengua que termina prefiriendo a la suya materna o se mantiene fiel a las tradiciones de lo que considera su linaje, etc… Si alguien le pregunta qué se siente, responderá con el gentilicio que en ese momento le resulte más entrañable pero en realidad debería contestar: «Me siento un ciudadano libre de un Estado de derecho, no un nativo atado por la tierra y la sangre a una forma de ser o parecer. Como acepto la ley común que comparto con mis compatriotas constitucionales, tengo libertad para diseñar según mi gusto personal o los azares de la existencia el perfil propio de mi identidad o, mejor, de mis identidades culturales. Tengo derecho a parecerme a quien quiera o a ser diferente a todos los demás».
Las identidades culturales difieren así de la condición política: en cuanto personas que a lo largo de la vida van adoptando o desechando formas de ser de acuerdo a las circunstancias o a nuestras elecciones, somos vascos, catalanes, murcianos, bisexuales, forofos de Osasuna, filatélicos sin fronteras o lo que ustedes gusten. Pero en cuanto ciudadanos, somos ciudadanos del Estado de España, porque sólo los Estados de derecho conceden la ciudadanía que nos permite todas las demás opciones que se dan precisamente gracias a ella. Dentro del demos de cada Estado democrático se da siempre una pluralidad más o menos amplia (más amplia cuanto más avanzada es la democracia constitucional) de etnos diferentes y de mestizajes entre ellos.
Pero el fundamento de la alianza política en democracia es el demos, es decir el fundamento legal compartido, y no ninguno de los etnos que se basan en condicionar la ciudadanía según requisitos prepolíticos genealógicos o tradicionalistas. Conscientes de que hoy reclamar la vuelta al etnos como condicionante de la ciudadanía es un retroceso en el largo proceso de universalización democrática, algunos reclaman varios demos dentro de cada Estado, lo cual no es sino un intento de hacernos aceptar formas de etnos travestidos en ‘demos’ para que resulten menos abiertamente reaccionarios. Ningún paso que nos acerque a convertirnos en oriundos o nativos forzosos, ningún ‘derecho a decidir’ (el que precisamente todos tenemos como ciudadanos y sólo así) entendido como derecho a decidir que el resto de los compatriotas constitucionales no decidan sobre determinado territorio del país que legalmente compartimos, sirve para profundizar la democracia o hacerla más real, sino para desnaturalizarla y retrotraerla al derecho tribal. Tantas veces se ha dicho, pero no hay más remedio que insistir: el derecho a la diferencia se basa precisamente en que no haya diferencia de derechos.
Imaginemos por un momento que tenemos que decidir quién deberá votar en un referéndum sobre la independencia de… Fridonia, por dar gusto a Groucho Marx. ¿Los nacidos en Fridonia? ¿Los que tienen ocho apellidos fridonenses? ¿Los hijos de padres nacidos allí? ¿Los que viven y trabajan en Fridonia? ¿Los que vivieron y trabajaron en Fridonia, pero luego se fueron a otro sitio? ¿Los que se sienten fridonenses, aunque vivan en Tegucigalpa? ¿Los que comen, beben, rezan y copulan como se estila en Fridonia? ¿Los que…? Nada, mejor que sólo voten los que se pinten un bigote como el que ostenta Groucho Marx.
FERNANDO SAVATER, EL CORREO – 26/10/14