FRANCISCO ROSELL-El Mundo

En Una historia política de los intelectuales, una preclara inteligencia de la Francia actual como Alain Minc refiere que, desde hace lustros, suele regalar el mismo libro a aquéllos a quienes aprecia de veras, por lo que debe atesorarlo uno de sus grandes amigos españoles como Gregorio Marañón, presidente del Patronato del Teatro Real. Se trata de La extraña derrota. Escrito en el verano de 1940, es el testamento de Marc Bloch, un judío francés, historiador insigne y combatiente de la segunda conflagración mundial. Primero como capitán del ejército regular y luego, tras la claudicación ante la Alemania nazi, como partisano de la Resistencia hasta su fusilamiento en 1944.

Al no ser comunista, según resalta Minc, el silencio más ominoso se apoderó de este héroe. Empero, en los años 70, se le redimió al popularizarse esta reflexión suya sobre el abatimiento de una nación y el fracaso de sus élites. «Por desgracia –consigna Bloch a su hijo– la ignorancia de la gente que me rodea sigue asustándome». Sentada la premisa de que el origen de La extraña derrota se debió a la inanidad e incuria de aquellos jefes militares, Bloch admite que tales mandos no erraron más que el resto de la clase dirigente, sino que tamaña debacle fue la suma de muchas debilidades individuales.

Reforzando aquella percepción, el escritor sevillano Chaves Nogales, testigo asimismo de La agonía de Francia, a donde se expatrió cuando aquella «república sin republicanos» española devino en atroz Guerra Civil, anduvo, si cabe, más lejos que Bloch: «La revelación más sorprendente y espantable del derrumbamiento de Francia ha sido ésta de la indecencia humana de las masas. Las ciudades no han tenido en ninguna otra época de la Historia una expresión tan ferozmente egoísta, tan limitada a la satisfacción inmediata y estricta de los apetitos y las necesidades de cada cual». Sin duda, toda gran crisis va inevitablemente precedida de la quiebra de las élites, de modo parejo a como el pescado comienza a pudrirse por la cabeza.

Valga este preámbulo a cuenta de la humillación infringida a la democracia española por la Audiencia Territorial de un pequeño länder alemán –Schleswig-Holstein– al negarle ésta su capacidad para juzgar por rebelión al prófugo Puigdemont, desatendiendo la solicitud del juez del Tribunal Supremo, Pablo Llarena. En vez de circunscribirse a los estrictos términos de la euroorden, verificando si esos delitos tienen su correspondencia en su legislación, la referida Audiencia se ha erigido, en la práctica, en instancia superior.

De esta guisa, ha entrado en el fondo de un sumario –el grado de violencia del golpe de Estado del 1 de octubre– que no le incumbe calificar. El destino de España, de su unidad y de sus derechos inalienables, no se puede fiar a magistrados que dirimen en un plis-plas una compleja instrucción de meses en un contexto de periódicos nativos en los que el independentismo ha colocado su relato ante la pasividad de la diplomacia española y donde se hacen presentes agrupaciones de coros y danzas separatistas que tiran con la pólvora del rey que sufraga el Tesoro Público del Estado que socavan. ¿Cabe mayor grado de estupidez?

Volviendo el trance por pasiva, ¿admitiría Alemania o cualquier Estado que se precie que el presidente del länder de Baviera, por ejemplo, promulgara unilateralmente su independencia, valiéndose de su policía autonómica cual «organización criminal», como ha resuelto la juez Lamela para imputar por sedición al ex mayor de los mossos, se fugara a España con su cohorte y se le brindara impunidad judicial? La respuesta parece obvia sin necesidad de un máster –¡ay!– en Universidad alguna.

Es más, se estaría librando, sin que ello tenga que ver con la inexcusable división de poderes, una guerra diplomática de alto voltaje con insondables secuelas en la Unión Europea. No es para menos estando en juego la integridad territorial. Claro que eso sería así en Berlín, pero no lo está siendo, por contra, en Madrid. Basta ver la displicencia del Gobierno al lavarse las manos como Poncio Pilatos en la jofaina, del modo en que lo ha hecho la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, a la sazón alta comisionada para la Cataluña del artículo 155. Escuchando a estos brigadistas del Aranzadi, cualquiera deduciría que lo que se dilucida es la expropiación de una parcela para trazar una carretera. Esa indolencia indigna más incluso que el veredicto del controvertido tribunal teutón.

En el colmo del desvarío, el mismo Gobierno que ha arrastrado a España a esta situación de alarma transige con que un desatado independentismo campe a sus anchas. Así, sin réplica alguna, sus brigadas entintan con botes de pintura amarilla una nueva leyenda negra sobre España, como si Puigdemont fuera para Felipe VI lo que el vil Antonio Pérez fue para Felipe II. Ante tan desasosegante inacción, pareciera que la rebelión catalana es un asunto particular del juez Llarena y de algunos togados más, en vez de serlo del Estado con todas las de la ley.

No es un fracaso de la Justicia, desde luego, sino del Gobierno, por mucho que éste se ponga de perfil y endose la papeleta a los jueces, como a aquel ministril que dio la cara por su corregidor. «Señor –le transmitió a su alcaide–, cuando un alguacil lleva una orden de Vuesa Merced, ¿no representa vuestra misma persona y vuestra misma cara?». «Muy cierto es», le respondió. «Pues sabed –le expuso– que, en la cara de vuestro alguacil, Perico Sarmiento, que es la misma cara de Vuesa Merced, han estampado una bofetada». Con toda calma, el corregidor, como el Gobierno con respecto al juez Llarena, le arguyó: «Pues ahí me las den todas».

No se persigue –Dios nos libre– reeditar ningún patrioterismo barato ni aquel ardor que inflamó Cataluña cuando, en 1885, Bismarck osó anexionarse de las Islas Carolinas por considerarlas res nullius. Pese a que la inmensa mayoría del pueblo español nunca había oído hablar de este archipiélago del Pacífico, 100.000 barceloneses llenaron las calles con banderas españolas y al grito unánime de «¡Viva la integridad de la Patria!». Incluso La Vanguardia editorializó en rotundos términos: «Ante esta horrible mancha a nuestra altivez, a nuestra honra; ante esta cruenta herida hecha a nuestro honor nacional, no hay partidos políticos: sólo hay españoles, cuyo corazón late al unísono para demostrar a Alemania que no en vano se ataca a un pueblo de fiereza innata como el nuestro (…) Cuando se infiere un agravio a España, nos levantamos airados».

Devuelta esta página a la hemeroteca, conviene remarcar con letras también de molde que un Estado que se respete a sí mismo no puede mantenerse impávido ante una afrenta así. Cuando está en riesgo el porvenir de las libertades fundamentales, no se puede adoptar la actitud del avestruz.

Pero, en fin, ¿qué puede esperarse de un Gobierno (y una oposición) que aplicó el artículo 155 arrastrando los pies y cuando su desistimiento ya rayaba en la complicidad? Ello le llevó a emplearlo con el exclusivo objetivo de convocar unas elecciones en el que el aparato de propaganda se mantuvo a las órdenes del Govern destituido. Tan prosopopéyico artículo no ha valido ni para añadir una mísera casilla para que los castellanoparlantes tengan garantizado su derecho constitucional a estudiar en castellano.

Distraídos con el masterchef de Cifuentes, tan mal cocinado como indigesto y donde se pone de manifiesto que los males de la política no son menos hondos que los de una Universidad, convertida en incubadora y expendedora de sus peores vicios, conviene auscultar los graves quebrantos de salud de una España que se desangra por la úlcera catalana. Cicerón ponderaba que, cuando el Estado alcanza a la más extrema de las humillaciones, le corresponde al pueblo actuar como lo harían en la arena los gladiadores reducidos a la esclavitud.

En vez de fajarse con tan astifina porfía, Rajoy emula al célebre novillero valenciano Tancredo López, introductor a principios del siglo pasado de esa original suerte consistente en recibir al animal encaramado a un pedestal y vestido de blanco con la cara empolvada. Simulando una cérea estatua de mármol, lograba que la res se limitara a olfatearlo y, al poco, desentenderse camino de algún tendido. Todo ello en medio del general regocijo de una afición que pronto le daría la espalda a aquel circunstancial rey del valor. En lo que toca a Cataluña, ese aparente tancredismo–esa maniobra tranquilizadora para soslayar el nudo gordiano de cualquier negocio– le ha hecho perder al presidente el sitio en la plaza hasta el punto extremo de preguntarse, de momento en voz baja, si el PP será capaz de sobrevivir a Rajoy. Acostumbrado a estar él y el tiempo, contra todos, parafraseando a Felipe II, Rajoy desespera hasta al mismísimo tiempo. De hecho, de tanto perderlo, éste se ha vuelto tal vez irrecuperable.

En vez de detener desde primera hora el proceso independentista, haciendo que se derritiera como la bola de nieve a la que se le planta un dedo encima antes de que cuaje y solidifique, el soberanismo ha adquirido una dimensión de alud que amaga con arrollar a todo lo que le sale al paso, principiando por los catalanes ajenos al credo nacionalista. Reeditando la política de apaciguamiento, con la que Chamberlain creyó aplacar a Hitler y obtener «la paz para nuestro tiempo», este espejismo sólo acelera esos planes rupturistas con la facilidad añadida de disponer el camino expedito para ampliar su espacio vital mediante el victimismo y la tergiversación de la realidad. Atendiendo a la máxima churchiliana, por evitar el conflicto, se aceptó el deshonor y ahora se tiene lo uno y lo otro. Las concesiones sólo estimulan las exigencias porque siempre se interpretan como debilidad. Al fin y al cabo, la fuerza de uno deriva primordialmente de la debilidad del otro.

Frente a ello, hay que recabar la dignidad de la andadura vertical y del paso erguido a las que apelaba aquel héroe de su tiempo que fue Marc Bloch, cuando todo se derrumbaba a su alrededor y precipitaba aquella extraña derrota, cuyas páginas siembra Alain Minc como simiente que avienta sobre la tierra fértil de sus amigos para que fructifique en nutriente mies. Si aquella extraña derrota francesa ante Alemania tuvo sus fautores, igualmente los tiene esta otra sufrida por España en el frente, esta vez, judicial.