RAZÓN DE ESTADO VS. RAZÓN DE PARTIDO

ABC-IGNACIO CAMACHO

Ni siquiera el sentido weberiano de la responsabilidad política puede reclamar a un líder una decisión suicida

LA presión generalizada que ciertas fuerzas sistémicas –empresarios, medios de comunicación y líderes o intelectuales de referencia– llevan semanas ejerciendo sobre Ciudadanos y, en menor medida, el PP para que faciliten la investidura de Sánchez se basa en el predominio de la razón de Estado ante la razón de partido. Un argumento en principio inobjetable que, sin embargo, tiene un punto débil y es que la apelación patriótica no resulta suficiente para obligar a ningún dirigente a suicidarse, que es lo que en términos políticos sucede cuando alguien lleva la contraria a sus votantes. Hubo un tiempo en que no fue así, en verdad, como demostró en el referéndum de la OTAN Felipe González, pero esos fenómenos corresponden a una época en que los agentes públicos poseían capacidad de prescripción y una autoridad moral con efecto de arrastre. Hoy la política discurre, para mal, por otros cauces. Por una parte, y aunque no exista formalmente el mandato imperativo, los ciudadanos se sienten empoderados para imponer su criterio a sus representantes. Por otra, la diversificación de la oferta obliga a una competencia feroz para evitar que la clientela –es decir, el electorado– emigre hacia los grupos rivales. En esas condiciones no hay liderazgo, por fuerte que sea, que pueda sobrevivir contra la opinión de sus bases, como demostró el actual presidente cuando liquidó a la antigua nomenclatura socialista en circunstancias similares a las que ahora pretende forzar para ser investido o, más bien, dado el modo plebiscitario en que plantea el asunto, para coronarse.

Si Rivera o Casado se aviniesen a una actitud responsable, en el sentido weberiano, perderían de inmediato el respaldo de los mismos electores a los que en teoría beneficiaría su gesto desinteresado. La llamada vetocracia no es sólo un defecto del sistema partidista: responde también en gran medida al impulso de una ciudadanía imbuida de espíritu sectario, cuyas pulsiones viscerales estimulan en sus promesas los candidatos. Tal vez fuese de otra manera si los bloques ideológicos no estuviesen fragmentados, pero la principal disputa por el voto tiene lugar entre fuerzas del mismo bando. Nadie quiere ceder un palmo; la puja, que en su momento abrió el propio Sánchez, es por parecer más bizarro, más terco, más inflexible con el adversario. El sacrificio es imposible cuando, además, el que lo solicita no ofrece nada a cambio. Lo quiere gratis, sin compromisos, por aclamación de su augusta persona, sin esbozar siquiera algo parecido a un pacto. Como una especie de regalo que luego malversaría gobernando con quienes desde un principio tiene pensado.

En un mundo ideal, generoso y perfecto, el PP y Cs deberían inmolarse sólo para evitar a los españoles que gobierne Podemos. Pero en el mundo real ni tienen garantías de lograrlo ni esperanzas de merecer un mínimo agradecimiento.