¿Realidad o mito de Cataluña?

JESÚS LAÍNZ – LIBERTAD DIGITAL – 08/04/17

Jesús Laínz
Jesús Laínz

· El catalanismo no es la consecuencia de un conflicto, sino su causa. El problema es que ninguno de nuestros políticos ha conseguido comprenderlo.

Hace algunos días tuve conocimiento de un cartel editado por la Asamblea Nacional Catalana en el que se incluía una cita del célebre discurso que el violonchelista Pau Casals pronunció en la ONU el 24 de octubre de 1971:

Yo soy catalán. Cataluña es hoy una provincia de España. Pero ¿qué fue Cataluña? Cataluña fue la nación más grande del mundo. Les explicaré por qué. Cataluña tuvo el primer parlamento, mucho antes que Inglaterra. En Cataluña estuvo el comienzo de las Naciones Unidas. En el siglo XI todas las autoridades de Cataluña se reunieron en una ciudad de Francia, que entonces era Cataluña, para hablar de paz. ¡En el siglo XI! Paz en el mundo, y contra, contra, contra las guerras, contra la inhumanidad de las guerras. Esto era Cataluña.

El casi centenario Casals –que, por cierto, siempre se declaró catalanista «pero jamás separatista»– contribuyó con estas palabras a alimentar un poco más la puerilidad que caracteriza al catalanismo desde sus orígenes. Su afirmación, por ejemplo, de que «Cataluña fue la nación más grande del mundo» es casi gemela de las más recientes palabras del camarada Cucurull afirmando que el Imperio romano no fue nada hasta que llegaron las catalanes para hacerle grande.

Por lo que se refiere a lo del primer parlamento, aparte del grave anacronismo de equiparar las instituciones medievales con los parlamentos democráticos modernos, bastaría con recordar que la Unesco ha reconocido como «el testimonio documental más antiguo del sistema parlamentario europeo» a las Cortes de León de 1188, efectivamente un cuarto de siglo anteriores a la Magna Carta inglesa. Y a ningún leonés se le ha ocurrido ir a la ONU a decir cursilerías.

Lo de que en Cataluña estuvo el comienzo de las Naciones Unidas, mejor lo pasaremos por alto por su excesiva ridiculez. Y en cuanto al antibelicismo congénito de los catalanes, baste con mencionar a Pedro II el de las Navas, a Jaime I el Conquistador, la Venganza Catalana, Lepanto, el Bruch y el sitio de Gerona para no perder el tiempo en explicaciones.

Pero, aparte del significativo uso de las insostenibles palabras de Casals para avivar el nacional-narcisismo de las atribuladas huestes separatistas, todo ello me trajo a la memoria el debate mantenido sobre este tipo de asuntos hace ahora exactamente medio siglo entre Julián Marías, Maurici Serrahima y Gonzalo Fernández de la Mora. Porque el primero editó en 1966 su Consideración de Cataluña, breve pero enjundioso ensayo en el que defendió la indudable personalidad cultural, histórica y lingüística de Cataluña como algo imposible de comprender, tanto en su pasado como en su futuro, fuera del conjunto de España.

Pocos meses después aparecía una respuesta al libro de Marías. Se trataba de Realidad de Cataluña, de Maurici Serrahima, militante de Unión Democrática de Cataluña en los años republicanos que llegaría a senador por designación real en 1977. Serrahima defendió que Cataluña era un caso único dentro de España por varios motivos históricos: su profunda romanización, sólo igualada por la de Andalucía; el escaso tiempo pasado bajo dominio musulmán; la repoblación efectuada por los francos; el iurisconstitucionalismo de Cataluña, «país de hombres libres» a diferencia del resto de Europa; su prontitud en incorporarse a las transformaciones sociales decimonónicas en comparación con las demás regiones españolas; y, finalmente, la existencia de la lengua catalana, cuya ignorancia reprochaba a los demás españoles. Y, por supuesto, en la arraigada tradición romántica del catalanismo, Serrahima deducía que de todo ello habrían de derivar consecuencias políticas, dogma que, dos siglos después de su proclamación, sigue sin ser explicado.

Gonzalo Fernández de la Mora analizó las tesis de Serrahima en un largo artículo (ABC, 29 junio 1967) en el que rebatió los argumentos del catalanista. La romanización no distingue a Cataluña del resto de España. La escasa islamización tampoco, pues otras partes de la península, como la cornisa cantábrica, quedaron totalmente al margen, y grandes zonas de Cataluña, como Lérida y Tarragona, estuvieron cuatro siglos bajo dominio musulmán. La repoblación franca no fue exclusiva de Cataluña, pues alcanzó territorios navarros, aragoneses y castellanos.

En cuanto al constitucionalismo catalán, aparte de lo arriba mencionado sobre las Cortes leonesas de 1188, Cataluña se distinguió precisamente por ser el único territorio español en el que arraigó el feudalismo, y «con una brutalidad aterradora» según el eminente historiador Josep Fontana. Por lo que se refiere al desarrollo industrial, lo mismo podría decirse de otros lugares como Vizcaya, además de que el desequilibrio económico entre regiones es común a todos los países de Europa, tanto en el siglo XIX como hoy. Finalmente, De la Mora no compartía el criterio de la igualdad entre lenguas al considerar que en este terreno no funciona el principio de reciprocidad sino el de eficacia, que lleva a los hablantes de lenguas de ámbito reducido a necesitar conocer una lengua de ámbito nacional e internacional, lo que en sentido contrario no se da. Pero no sólo en España entre catalanohablantes y castellanohablantes, sino en cualquier otro lugar. Por ejemplo, mientras que todos los galeses hablan inglés, pocos ingleses tendrán interés en aprender galés, pues no lo necesitan.

De todo ello dedujo que lo decisivo del hecho diferencial catalán no es ni una peculiaridad intrínseca ni un condicionamiento histórico, sino una actitud, una voluntad. No una fatalidad, sino un programa. Efectivamente, el catalanismo no es la consecuencia de un conflicto, sino su causa. El problema es que ninguno de nuestros políticos ha conseguido comprenderlo.

De ahí que el debate sea tan difícil, pues la decisión separatista está tomada de antemano y ningún argumento, por contundente que sea, sirve para nada. Por eso el prologuista de la reedición del libro de Serrahima en 2002, Herrero de Miñón, perejil de todas las salsas nacionalistas, señaló acertadamente que «si alguna cosa queda clara a la hora de reeditar la obra de Serrahima es la esterilidad del debate establecido con Marías».

De la Mora concluyó su argumentación con este esperanzado párrafo de lejanas resonancias joseantonianas:

Espero que los catalanes jóvenes aspiren a afirmar su personalidad realizando, no valores locales, sino universales, ya sean económicos, estéticos o científicos. El progreso nunca ha brotado de un contingente tipismo –el hongo, la barretina, el turbante o la boina–, sino de la común razón: así la lógica o el cálculo infinitesimal. Instalémonos en ese nivel».

Vana esperanza la del ministro franquista. Pues los hechos han demostrado con creces que los catalanes del siglo XXI no han sido cautivados por la razón, sino por el mito nacionalista. De ahí que sigan contemplando ensimismados la putrefacción de los hongos de la aldea.