Reconversión

ETA necesita que aceptemos que quienes asesinaron con fines políticos, o colaboraron en ello, sigan siendo considerados resistentes o presos políticos. Lo necesitan para recobrar sueldos e incrementar subvenciones. Pero si pagamos ese precio, la base social del terrorismo inundará el lugar que el lenguaje reserva a las víctimas. Y, entonces, desaparecerá el recuerdo de los verdugos, porque todos habríamos sido víctimas del conflicto.

Reviso los personajes del drama sobre el que he escrito en las últimas semanas. Un empresario extorsionado capaz de acomodarse a su situación; un mensajero leal a sus amigos, sean víctimas o verdugos; un extorsionador, que se conformaría con jubilarse de jefecillo de la mafia. Agreguemos un asesino que sale de la cárcel y -sin dejar de ser indigente- pone una cristalería en la misma casa de la viuda de su víctima; y que cada día, después de cruzarse con ella, se queja de que «le mira mal».

Tampoco olvidemos a quienes la ilegalización de su partido les ha condenado a la precariedad política y, sobre todo, a la inestabilidad laboral. Ellos son los más concienciados. Han descubierto ahora que asesinar es malo para el negocio. No es malo que sus primos coloquen bombas que no estallan en los humedales de Cantabria. Y aunque estallasen. Sería la prueba de que subsiste el conflicto y de que ellos son imprescindibles para alcanzar la paz.

Sólo los muertos se han hecho insoportables desde que el juez Garzón tiró de la cadena formada por gentes como Beti. Antes yo creía que sin muertes no hay terrorismo. Pero después de dos años sin asesinatos, ETA sigue viva para sus amigos y, aún más, para sus enemigos. Existe simbólicamente por la fuerza de sus mil crímenes anteriores. Y existe realmente porque sigue colonizando el entramado de intereses políticos, económicos e ideológicos que predominan en zonas más o menos dispersas del País Vasco; y no sólo ahí.

Ambos planos se sostienen sobre una capacidad de matar que no exige ser demostrada, sino seguir siendo creíble. Basta con ello para que los borrokalaris mantengan un poder social basado en el temor. Por ejemplo, si una vecina te dice: «Sé en qué trabaja tu marido. Y también sabemos que acompaña al concejal del PP que vive en la calle tal, número tal». Eso es poder social. Y la frase no fue pronunciada en Guipúzcoa, sino en una urbanización de Cantabria. El matrimonio ya ha vendido su casa.

Para que frases como ésta conserven su poder de amedrentamiento hace falta que ETA siga colocando fiambreras que paralicen la autopista aunque no estallen. Puede anunciar que suspende sus «acciones contra personas». Pero necesita que aceptemos que quienes asesinaron con fines políticos a sus conciudadanos y quienes colaboraron en ello sigan siendo considerados como combatientes o resistentes o presos políticos. Lo necesitan para recobrar sueldos e incrementar subvenciones. Pero si pagamos ese precio, la base social del terrorismo inundará el lugar que el lenguaje reserva a las víctimas. Y, entonces, desaparecerá el recuerdo de los verdugos, porque todos habríamos sido víctimas del conflicto. El cristalero y la viuda. ¿Qué habría de malo en ello? Pues que el terror se adueñará de nuestra memoria colectiva tal y como relumbra en el instante del peligro.

Ainhoa Peñaflorida, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 14/12/2005