JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • «Las circunstancias del ritual de los colegios mayores, el tema de la semana, presentan los rasgos idóneos para que la izquierda se entregue a un teatro de consternación y la derecha haga lo propio, no vayan a decirle. Con la significativa excepción en el PP de la presidenta madrileña»

Cuando un edificio lleno de mozos y otro lleno de chicas quedan frente por frente pasan cosas, unas lícitas y otras ilícitas. Es conveniente no confundirlas. En una sociedad civilizada, los machos han pasado a ser varones y se ha canalizado –se ha culturizado– el instinto primate. Porque somos primates. La testosterona del humano joven está disparada, lo que conduce a agresiones sexuales en grupos como los descritos por Ayaan Hirsi Ali en ‘Presa’. Grupos procedentes de culturas donde el sometimiento de la mujer es real y no imaginario, al punto de ocultar sus cuerpos en diversos grados que van del velo (sea hijab o shayla) al ominoso burka, que tapa hasta el último centímetro de piel, quedando los ojos tras una rejilla. Eso sí que es imponer una visión del mundo, literalmente.

Vale la pena examinar las razones expuestas por Hirsi Ali. Resumo. Convivimos con colectivos masculinos convencidos de que todas las occidentales son unas putas. ¿A qué obedece tal convicción? A que han visto por primera vez en su vida vallas inmensas con fotos de mujeres semidesnudas en poses insinuantes, a que se topan atónitos con centenares de faldas cortas y camisetas ajustadas. El problema de la interpretación moral es de tales dimensiones que exige un debate claro y abierto y, como mínimo, la exigencia de erradicar esas verdaderas culturas de la violación sin temor a poner en duda el multiculturalismo naíf, que es el que impera.

Es precisamente aquello denunciado por la escritora somalí lo que se niega a ver nuestra izquierda cultural, que, al ser hegemónica, incluye a gran parte de la derecha. De esta ceguera parcial y voluntaria se derivan anomalías bien conocidas: el silencio en Alemania ante las violaciones que siguieron a la llegada de un millón de refugiados; la inactividad de la policía inglesa ante los abusos sexuales contra dos mil niñas que una mafia de pederastas paquistaníes perpetró durante dieciséis años en Rotherham. Por no hablar de ese hábito periodístico de evitar en titulares el origen de los delincuentes sexuales salvo cuando son españoles, en cuyo caso se elevará un coro de condenas oficiales en los términos más contundentes. Está muy bien que así sea, sin embargo, ¿dónde está la repulsa por la violación de Igualada? ¿Dónde el inmediato alineamiento del presidente y las ministras? Extranjero y reincidente, un malnacido dejó a una muchacha de 16 años en estado crítico. El camionero que la encontró la dio por muerta: ha precisado cinco operaciones; sufrió fractura craneoencefálica y desgarros en ano y vagina.

Están las agresiones sexuales reales, que deberían merecer similar tratamiento independientemente del origen del agresor, y luego está el ámbito de la agresión simbólica, el espacio donde los responsables gubernamentales y sus múltiples adláteres de la sociedad civil se sienten verdaderamente cómodos. Por supuesto, las circunstancias del ritual de los colegios mayores, el tema de la semana, presentan los rasgos idóneos para que la izquierda se entregue a un teatro de consternación y la derecha haga lo propio, no vayan a decirle. Con la significativa excepción en el PP de la presidenta madrileña, que vuelve a demostrar más instinto y más coherencia que sus conmilitones. Sabe Ayuso que, una vez pasados los fervorines al uso y pagados los peajes de la indignación, solo quedará a la vista la ridícula hipocresía de casi todos. ¡La Fiscalía movilizándose por lo que sabe que no es delito de odio! El Defensor del Pueblo interrumpiendo su santa siesta para ponerse manos a la obra. Ruido, ruido, ruido: una supuesta cultura de la violación en España. Algo que sería estructural. Vistas y oídas las declaraciones de las chicas del colegio receptor, participantes de la tradicional berrea, a los frustrados señaladores solo les queda esto: tan estructural es el machismo en España que hasta las víctimas dicen que no hay agresión, que los gritos unánimes son una costumbre. Vaya por Dios.

Los jóvenes de ambos edificios, los representantes de los dos sexos que se interpelan (encima eso: ¡dos!), disponen de un salvoconducto para continuar con su ritual en el futuro: bastará argüir que se trata de una representación, y anunciarla bien. «Mañana por la noche, performance de los colegios mayores Santa Mónica y Elías Ahuja». Es fundamental que le pongan un título a la obra. Algo como ‘Machismo estructural’. Y ya está. Porque, en efecto, lo que tanto ha dado que hablar es exacta y precisamente una representación. Echenique lo sabe, pues ha usado el término ‘performance’, aunque sin comprender que tal reconocimiento troca cualquier condena en un ataque contra la libertad de expresión. Podría traer a colación las mil ocasiones en que personajes podemitas y similares se han solidarizado con encausados por canciones con letras no solo machistas sino explícitamente violentas. Son cosas sabidas, no merecen espacio en esta página. La rutina de los neopuritanos es previsible. Ahora mismo se están sacando de la manga argumentos de este tenor: los colegios mayores son un nido de votantes de Vox; Pablo Casado fue a ese en concreto y escribió no sé qué texto machista.

En mi primer día de clase en la facultad de Derecho pegué cuatro gritos y me fui asqueado cuando, siguiendo la tradición, empezó la novatada, que consistía en ordenar a un estudiante de primero que se desnudara. El chaval lo pasó realmente mal. Abomino de esas canalladas porque atentan contra la dignidad y la voluntad de alguien. ¿Contra qué voluntad se realizó la representación de los colegios mayores? Importa porque ese es el único criterio.