La trampa viral

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El espejismo de la viralidad ha trivializado la agenda informativa y trastornado la percepción de la élite política

Eso que ahora llaman ‘lo viral’ debería llamarse lo banal, lo epidérmico, lo irrelevante. Se trata de la vieja charla de bar elevada al rango de opinión pública por el efecto de realidad aumentada de las redes sociales y con el mantra de la expresión democrática como camuflaje. Los contenidos virales suelen ser en su mayor parte vídeos ligeros, fotos frívolas, frases vulgares. Un mohín de Cristiano, una bobada de Yolanda Díaz, los cuernos de Tamara Falcó, la confesión victimista de Rociíto, los gritos de la berrea cerril de unos estudiantes, la trillada colección de mentiras de Sánchez, que ya no tiene capacidad de sorprender a nadie. Otras veces son bulos, patrañas, intoxicaciones, montajes. El conjunto es de una superficialidad insoportable que sólo demuestra el carácter universal de la estupidez humana, su dimensión de largo alcance expuesta sin pudor y hasta con orgullo en un gigantesco escaparate. Ya dejó dicho Umberto Eco que el gran problema de internet, el reverso de su potencial de conocimiento colectivo a través del progreso tecnológico, consiste en que ha abolido la autoridad intelectual al situar en plano de igualdad a los sabios y a los tontos. Con la diferencia de que los segundos son mucho más numerosos y el añadido de que tienden a distraer su mediocridad en el morbo de un escrutinio hiperbólico de la vida de los otros.

Sucede que el espejismo de la maldita viralidad ha trastornado también la agenda periodística. Que la dictadura posmoderna del ‘click bait’ desorienta y trivializa la función esencial de la tarea informativa, que reside por encima de todo en la facultad analítica de discernir lo que es y no es noticia, elaborar con las que sí lo son un relato veraz de la actualidad y organizarlo en torno a una cierta jerarquía de valores culturales o de ideas compartidas. Pero esta pérdida del sentido de la realidad, esta especie de distorsión cognitiva que empuja a los medios a divulgar majaderías para aumentar audiencia sin comprobar si son verdaderas o ficticias, importantes o anodinas, sería un simple problema menor, corporativo, si no se hubiera extendido a la política. Ver a ministros, al líder de la oposición o al mismo presidente del Gobierno rebajados a comentar con toda solemnidad episodios como el griterío gamberro de unos colegiales en celo produce en cualquier observador sensato una desoladora impresión de ridículo ajeno. No es posible creer en una sociedad madura ni en unos dirigentes públicos serios si este tipo de asuntos llegan a la Fiscalía o se debaten en el Parlamento creyendo que su reproducción masiva responde a una preocupación del pueblo. Es simplemente grotesco. Y como ellos carecen de inteligencia prescriptiva porque sólo les interesa la excitación populista, corresponde al periodismo ejercer la autocrítica. Alguien tiene que reaprender a distinguir la anécdota de la categoría.