Reproches pertinentes

Alberto Ayala, EL CORREO, 11/7/12

La sentencia deja en mal lugar a parte de la clase política y de la judicatura españolas, por desgracia

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos propinó ayer un buen bofetón a nuestro Estado de Derecho. Bueno será empezar por reconocerlo, guste poco o nada.

Lo lamento y por partida doble. Desde un punto de vista estrictamente sentimental, porque el fallo de la Corte de Estrasburgo se dio a conocer justo el día en que se cumplían quince años del repugnante secuestro del concejal del PP Miguel Ángel Blanco, que sería brutalmente asesinado apenas dos días después y que originaría una respuesta social sin precedentes, clave en el final de ETA. Pero, además, porque la beneficiaria de la sentencia es una de esas militantes de la organización terrorista con un currículo especialmente sangriento. Una más de esa lista de presos que esperan beneficiarse del nuevo tiempo y a los que –¿todavía?– no se ha escuchado un mínimo lamento público por lo aberrante de muchos de sus actos.

Pero la Justicia es de verdad si es justa y llega a tiempo. Con independencia de sentimientos. Y también de la identidad de la persona beneficiada o perjudicada, por más que pueda estremecer su historial delictivo.

Quede claro también para evitar confusiones que el fallo del alto tribunal europeo ni es vinculante ni definitivo. La sentencia de la Sala Tercera de la Corte Europea, de indudable fuerza moral, es recurrible ante la Gran Sala. Tanto el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, como el de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, se apresuraron a confirmar que los servicios jurídicos del Estado se pusieron ayer mismo a la tarea. Mientras, Ines del Río seguirá entre rejas.

Dicho lo anterior, regreso al principio. El pronunciamiento del Tribunal de Estrasburgo vuelve a dejar a España en mal lugar. Y lo hace en un momento especialmente desaconsejable. Cuando tantas corruptelas, tantas chapuzas, tanto mirar hacia otro lado y con tan graves consecuencias económicas –que no deben de quedar judicialmente impunes– han colocado al país contra la pared. Económica, política y hasta anímicamente.

El reproche, pues, parece pertinente. Y en una doble dirección. Primero hacia la clase política que hasta 1995 –¡veinte! años después de la muerte del dictador– no se tomó la ‘molestia’ de dotar a la democracia de un Código Penal que sustituyera al aprobado en 1973, todavía en pleno franquismo. De esos polvos llegan ahora lodos como el de ayer. De que nadie reparara en esas dos largas décadas de que quienes estaban ensangrentando la joven democracia española, aunque eran condenados a cientos de años de años de cárcel, iban a salir libres tras cumplir apenas 18 años entre rejas porque el Código Penal franquista otorgaba importantes redenciones de penas por hacer casi cualquier cosa: desde deporte hasta cursillos de macramé.

El segundo se dirige al mundo judicial. Una de las piezas imprescindibles en un sistema democrático es disponer de una Justicia justa, valga la redundancia, y creíble. Cuando el grado de la politización de la judicatura ha llegado al punto de provocar sonrojo. Cuando la cúpula judicial española, el Tribunal Supremo y el Constitucional, son desautorizados desde las más altas instancias europeas por retorcer la norma –en sintonía con la mayoría de la ciudadanía, todo hay que decirlo– y ‘olvidar’ que nuestra Constitución tiene un artículo 9 que no permite la retroactividad de penas, habrá que concluir que ha llegado el momento de reflexionar. Sin falsas complacencias.


Alberto Ayala, EL CORREO, 11/7/12