Retornos

Jon Juaristi, ABC, 4/3/12

Las ideologías asesinas están volviendo a Europa oriental; en el País Vasco, nunca se fueron

NO traté mucho a Tony Judt durante mi estancia como profesor invitado en New York University. Hoy lo lamento muy de veras. El colega más accesible e interesante para un especialista en cultura hispánica era mi vecino de despacho, Jorge Castañeda, futuro canciller mexicano, que acababa de publicar su vasta biografía del Che, y mantenía con Judt una relación académica más asidua. Por su parte, Tony Judt tenía un prestigio indiscutido como autor de brillantes ensayos sobre intelectuales europeos, pero aún no se había revelado como el gran historiador de la segunda mitad del siglo XX. Acaba de aparecer su obra póstuma,

the Twentieth Century (The Penguin Press, 2012), transcripción de sus conversaciones con otro historiador, Timothy Snyder, a lo largo de los últimos meses de vida de Judt, cuando la esclerosis que se lo llevaría definitivamente en 2010 lo mantenía ya inmovilizado. Sobra decir que se trata de un libro imprescindible. No voy a comentarlo, pero sí a extractar alguna de sus numerosas y sorprendentes ideas, que puede ayudarnos a entender ciertos aspectos de la realidad española contemporánea.

Judt, hijo de emigrantes judíos centroeuropeos a Inglaterra, nació en 1948. Buena parte de su familia había sido exterminada por los nazis. A la pregunta de Snyder acerca de la ausencia de estudios específicos sobre el Holocausto en su obra, observa que el silencio acerca del genocidio judío fue casi general en la historiografía occidental hasta los años sesenta, cosa que ya sabíamos, pero añade algo nuevo. Eisenhower, que estuvo presente en la liberación de los campos de la muerte, quedó tan horrorizado que exigió la inmediata revelación al mundo de aquella inconcebible bestialidad.

Sin embargo, la rápida división del mundo en dos bloques antagónicos impidió no sólo la divulgación universal de la sistemática matanza de los judíos de Europa, sino la denazificación de Alemania Occidental, convertida, desde la partición, en cabeza de puente de las potencias antisoviéticas. Y así, mientras en Alemania Oriental la condena y la erradicación del nazismo se consumaron, en la República Federal tal proceso se colapsó, de modo que un gran número de ciudadanos alemanes siguió manteniendo una simpatía retrospectiva hacia el régimen de Hitler. En todo caso, afirma Judt, sentían que «el nazismo les había fallado al provocar una derrota catastrófica, pero no lo percibían como culpable de ningún crimen distintivo». La consecuencia fue que, en los países del mundo libre, las víctimas del Holocausto fueron prontamente olvidadas y los sobrevivientes relegados al silencio para no molestar a los nuevos aliados alemanes.

Versiones supuestamente «civilizadas» de las ideologías que propugnaron las limpiezas étnicas en Europa oriental tras la caída del comunismo están poniéndose otra vez de moda en los países de esa zona, donde los partidos que las defienden tienen grandes posibilidades de regresar al gobierno a través de las urnas. De hecho, en España han vuelto a apoderarse de las instituciones públicas en una parte importante del País Vasco, invocando una tolerancia que se asemeja mucho a la que propició, durante dos décadas de la posguerra mundial, el olvido de las víctimas judías.

Jon Juaristi, ABC, 4/3/12