Rousseau en Barcelona

El Correo 18/11/12

JAVIER ZARZALEJOS

Ahora, hasta Mas parece reconocer que las cosas no son tan
sencillas porque la secesión sería la independencia pero también la puerta de salida de la UE, es decir una secesión
doble de Cataluña, como parte de España y de la Unión

Con el permiso de los sondeos, parece que el impulso independentista desatado por Convergencia i Unió digamos que se va estabilizando. Y eso empieza a plantear algunos problemas para Artur Mas no tanto ahora, en plena tensión electoral, sino cuando tenga que administrar su victoria en las urnas.
El nacionalismo catalán quiere prolongar su ‘momento rousseauniano’ pero es un intento que tropieza con dificultades crecientes. La puja independentista se sustenta en la propuesta de un retorno a una imaginada autenticidad de lo catalán, algo así como un Estado de naturaleza nacional, despojado de la corrupción cultural y social adherida desde las estructuras del Estado español. Es un canto a la voluntad colectiva frente a la ley civil –muy rousseauniano también– que pinta la Cataluña independiente como un pacífico territorio en el que un soberano nacional hará de la voluntad general un instrumento de integración de los deseos de gentes virtuosas, naturalmente nacionalistas, sin conflicto alguno ya que en ellas coincidirán ciudadanía y pertenencia. Armónicamente reunidos bajo esta forma de asociación natural, los catalanes dejarán atrás el robo del que son objeto y no será necesario sufrir los trabajos de la crisis. Todos disfrutarán de la riqueza que generen y no se volverán a contagiar de la codicia y la envidia de una sociedad política española que degrada el alma de su nación. Quien crea que exagero no tiene más que hojear el programa electoral de CiU y repasar las declaraciones más expresivas de sus dirigentes, antes y durante el calentón de la campaña electoral.

La adopción de Rousseau, aun sin saberlo, tiene sus ventajas. Ese estado natural idealizado que describe el ginebrino se puede hacer pasar, aunque sea de contrabando, por la edad de oro –ya sea de vascos o de catalanes– de cuya pérdida parte el relato nacionalista. En ese relato siempre hay algún español rondando por ahí que se carga la felicidad de un pueblo, el catalán o el vasco, que a pesar del heroísmo que muestran en la lucha por sus libertades pasan a ser reducidos a la opresión. La recuperación de esa edad de oro no consiste en otra cosa que el retorno a la plenitud identitaria y en la construcción de un orden político –la independencia– en el que todo será virtud y empatía porque en ese mundo lo presidirá la identidad elevada a categoría moral.

Rousseau, sin embargo, tiene también sus riesgos. El filósofo, para quien las cosas empezaron a torcerse en la historia de la humanidad cuando alguien cercó un trozo de tierra y dijo «esto es mío», unido al imperativo de que los individuos se entreguen a la «voluntad general», ha sido una pendiente engrasada hacia el totalitarismo y la negación del pluralismo por la que muchos se han deslizado atraídos por su engañoso buenismo antropológico. La crítica destructiva de la ley como instrumento de dominación y de la democracia representativa ha alimentado a varias de las mentes más dañinas para la libertad que se han sufrido.

El ‘momento Rousseau’ que el nacionalismo ha vivido en Cataluña a base de ensoñaciones de felicidad natural, de la voluntad inmanente de una Cataluña que piensa y siente, que se ahoga y se emancipa, de rebelión de los derechos de la identidad frente a la ley de los ciudadanos, ese ‘momento’, parece tener un recorrido ya limitado. Porque Rousseau es un moderno y un teórico de la revolución pero el nacionalismo en la realización de sus pretensiones más radicales se topa con la posmodernidad de una sociedad que sólo está dispuesta a participar de la épica que le propone el independentismo a un coste muy limitado. Por eso, Más ha tenido que acompañar su apelación a la independencia con un colchón mullido: seguiremos en la Unión Europea, dicen; en Cataluña no habrá ninguna fractura social, no habrá recortes sino afluencia de bienestar. Independencia sí, o tal vez, pero en todo caso una independencia ‘low cost’, de satisfacción inmediata y barata de expectativas pero, sobre todo, nada que plantee enojosos dilemas existenciales.

Por ejemplo, la pregunta que Mas quería proponer en el hipotético referéndum para la secesión era: ¿Desea que Cataluña sea un nuevo Estado en la Unión Europea? Eso es lo que el presidente de la Generalidad declaró que plantearía a los catalanes. Todo muy tranquilizador. Ahora, sin embargo, hasta Mas parece reconocer que las cosas no son tan sencillas porque la secesión sería la independencia pero también la puerta de salida de la UE, es decir una secesión doble de Cataluña, como parte de España y como parte de la Unión. Sin esa red de seguridad, la senda soberanista parece menos atractiva, desacreditada, demasiado costosa, excesivamente heroica para la contabilidad independentista. Y eso sin contar el quebranto de todo orden que el desgarro secesionista causaría en la sociedad, en la economía y en la cultura de Cataluña al margen de las implicaciones europeas. No puede extrañar que lo último de Mas haya sido la petición a los empresarios del Instituto de Empresa Familiar de que «desdramaticen» la situación. No dijo que para dramatizarla ya está él y su demagógico retrato de una Cataluña agonizante dentro de España.

No sabemos todavía qué efecto está teniendo el progresivo desmantelamiento por la realidad de ese tinglado engañoso levantado por el nacionalismo catalán para hacer digerible su píldora independentista. Pero con lo que se ha visto, se podría aventurar que la independencia, si fuera posible, lo sería sólo como mentira.